sábado, 17 de enero de 2015

3. La merienda.



       Alex fue muy claro con las instrucciones: "dos comprimidos de alprazolam de medio gramo serán suficientes para que el viejo duerma toda la noche".

       Las tardes de primavera cálidas merendábamos en el jardín en vez de en la acostumbrada sala del té anexa a uno de los comedores de la mansión, debajo del centenario sauce llorón, acompañados por los octogenarios amigos de Federico, sus respectivas señoras momias y los dos San Bernardo, que tenían la capacidad de anunciar mi llegada con sonoros ladridos aun faltando cien metros para que tan siquiera me acercase allí donde iba, con solo percibir mi aroma a rosa mosqueta. Su sentido del olfato es prodigioso y me tenían en gran estima acudiendo a mi encuentro y saltando a mi lado con la intención de acompañarme en el trayecto haciéndome el camino más distendido. Desmitifico que los San Bernardo no tienen sangre en el cuerpo. Su aparente pasividad es una pose, estudiada, si fueran inteligentes.
    

       Reunida con tanta juventud contemporánea mi mente divagaba a menudo hacia otros menesteres. Sí mis suegros, de moral intachable según tengo entendido – a los que solo he conocido por los retratos intimidantes que cuelgan de las paredes del vestíbulo- se hubieran casado antes, Federico tendría la misma edad que el árbol cuyas hojas rozaban las butler cookies de la bandeja de plata, y cuando la brisa las agitaba, acababan dentro de las tazas de café salpicando a los que nos sentábamos entorno a la mesa; pero decidieron esperar veinte años antes de matrimoniarse para no tener que vivir demasiado tiempo juntos después de tomar la decisión de unir sus vidas hasta causar baja.
Casarse para unir fortunas o beneficiarse de dotes debe ser muy triste y más aún verse obligados a tener descendencia con el fin de conservar el patrimonio familiar. Me aterra la idea con tan solo pensarlo.
    
     Federico nació el mismo año que mi abuelo materno, en 1919 y era mi marido desde hacía dos años. De hecho, mis padres me contaron que alguna vez me cogió en brazos cuando era un bebé y recuerdo difusamente haberme sentado sobre sus rodillas en la sobremesa de una de las comidas familiares -a la que acudía en calidad de amigo personal del abuelo desde la infancia-, con el pretexto de que me diera un caramelo werther’s original… Ya de pequeña se me atisbaban segundas intenciones en todo aquello que aparentemente hacía de buen agrado. La dulce niña de rostro angelical enmascaraba lo pérfida y maquiavélica que he sido.

En casa se disgustaron al conocer el anuncio de mi enlace matrimonial con Federico, porque los sesenta y cinco años que nos distanciaban en el tiempo les parecían demasiados.  Mis padres no me dejaron otra alternativa. Me presionaron para que buscara un trabajo –incluso me encontraron un empleo como directora de relaciones extranjeras de un banco internacional, que no acepté, por supuesto... ¡ni loca!- y empezara a hacerme cargo de los gastos de mi apartamento; de las facturas; del consumo de gasolina del coche; de la renovación de mi armario todas las temporadas; de las sesiones de masajes y estética semanales; de llenar la nevera; del sueldo de la chica que trabajaba en casa… Así que no me quedó más remedio que seducir a Federico, lo que resultó muy sencillo. Mi anciano marido se sentía más solo de lo que nadie de su entorno podía sospechar y justamente esa fue la baza que jugué. Le hice ver que necesitaba a alguien que le diera afecto y cuidara de él, y creer que esa persona era yo, que le conocía desde tiempos inmemorables y estaba dispuesta a complacerle en todo cuanto saliese por su boca además de la baba.

          A sus cuatro hijos –hijastros míos- les pareció una locura que quisiera casarse conmigo porque creían que el único motivo por el que una joven y atractiva mujer como yo querría casarse con un hombre tan vivido –un mapamundi en relieve- era económico. Si bien no andaban desencaminados, exageraban sus percepciones: no quería quedarme con todo su dinero como intuían –malpensados todos-, sino continuar viviendo con las ventajas y privilegios de ser la única hija de unos padres acaudalados y el día en que Federico se fuera, percibir una compensación por los días -que se prorrogaron en años- dedicados en cuerpo y alma a la supervisión de sus cuidados.
       Tras varias discusiones para hacerle entrar en razón, los cuatro jinetes del apocalipsis intentaron incapacitarlo judicialmente alegando que Federico padecía demencia senil, pero el juez consideró que, dado que los exámenes médicos a los que le sometieron arrojaban que sus capacidades mentales eran envidiables, declararle incapacitado sería una insensatez por su parte y aconsejó a los hijos que dejaran vivir a su padre su vida y se preocuparan de vivir las suyas propias. Se pusieron rojos de ira, pero ninguno sufrió un jamacuco, para satisfacción personal.

          Desde entonces se limitaron a odiarme y a fingir que me soportaban, pese a que convencí a Federico de que se reconciliara con ellos después de haberle querido inhabilitar. Su comportamiento desagradecido fue el comienzo de su desprecio.


2 comentarios:

  1. Hay mucha gente con falta de comprensión y sensibilidad. Auri, con todo lo que te has sacrificado por el viejales de tu ex-señor esposo (exposo, sería el término ideal). Mira que no darse cuenta, mira que no reconocerlo.

    Estoy seguro que cuando tu seas viejita y arrugada como una pasa seca un major mancebo aparecerá para devolverte le buen karma que siempre has generado.

    Saludos atuneros

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  2. Amigo Uno, no podríamos estar más de acuerdo en este asunto, pero la reacción de mis ex hijastros sería la que esperaría de mis propios hijos, si un molzabete apareciera en mi vida a edad tardía.

    Si se diese el caso, cuente con que el acercamiento del joven sería fruto de un sincero afecto, puesto que de otros atractivos carezco.

    Reciba un cordial saludo.

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