Empujé a mi esposo en la silla de
ruedas hasta su dormitorio de la planta baja.
Me dirigí a Federico, recostado sobre el respaldo de la cama y besé los pliegues de su frente con dulzura bajo la mirada reprobatoria de los jinetes apocalípticos.
-Te he traído ropa limpia para que puedas cambiarte –puse ojos amorosos y le acaricié la manta de canas que poblaban su cabeza-. ¿Has desayunado?
-Los desayunos se sirven a las ocho y media. Son las nueve –ladró la jineta con semblante malhumorado. Idi y Otas, los San Bernardos, tenían la misma mandíbula caída que mi hijastra.
-André lo ha dispuesto todo para que a tu regreso estés cómodo. Tienes toda la prensa de ayer y de hoy en tu dormitorio y me he permitido elegir algunos libros para ti de la biblioteca –Flauvert, Tolstói, Stendhal, Balzac y Dostoievski aparecían sobreimpresos en voluminosos libros de títulos aburridos que le mantendrían entretenido mientras yo hacía la vida de una joven treintañera que me pertenecía.
-Gracias, querida.
La apocalíptica refunfuñó a la vez que se agitaba en la silla que ocupaba al lado de la ventana, como si le estuvieran doliendo las hemorroides.
A las nueve y media llegamos a casa.
El servicio aguardaba en la puerta de entrada para presentarle a Federico sus respectos y manifestarle que les congratulaba tenerle de nuevo en casa recuperado. Entre ellos se alienaba la Abecedé que había traicionada mi confianza. Nos echamos un pulso con la mirada. Alex le habría puesto al corriente de que lo sabía todo. Me ocuparía de ella más tarde.
Los hijos de Federico pretendieron seguirnos hasta el dormitorio escoltando al padre, pero les pedí amablemente que no lo hicieran.
-Si nos os importa, puedo encargarme sola. Las habitaciones abarrotadas de gente perturban la tranquilidad del doliente. ¡Esto no es el hospital.
En el dormitorio ayudé a Federico a levantarse de la silla para que caminase un poco. Entre las horas que llevaba tumbado y las horas que había permanecido sentado, los músculos de las piernas se le habían adormecidos.
-Si te encuentras con ánimo y fuerzas, después de la comida podemos dar un paseo por el jardín. Hace un día espléndido y que te de sol te vendrá bien.
-Es una excelente idea, querida.
Quité algunos de los cincuenta cojines que anidaban sobre la almohada y abrí la cama. Sobre una mesita estaban todas los periódicos que Federico leía cada mañana y sobre la otra mesita los libros que llenarían sus horas de entretenimiento y las mías de libertad.
-Querida… -Federico siempre se dirigía a mí en un tono suave y neutro. No recordaba, ni en mis años de niñez cuando comía con nosotros en casa de mis abuelos, haberle visto alzar la voz nunca. Todo lo decía con la misma modulación, haciendo más o menos énfasis en aquello que quería destacar de su razonamiento. Era un hombre afable y bondadoso, como el abuelo de Heidi pero con treinta años más.
-Sí, amor.
Holgué las almohadas que olían a lavanda como el resto de las sábanas. Para la ropa interior el suavizante que se usaba olía a rosas; el de los manteles y servilletas a melocotón; y el de la ropa a jabón de Marsella
-Hay una mosca dentro de la urna.
 
 
 
Me dirigí a Federico, recostado sobre el respaldo de la cama y besé los pliegues de su frente con dulzura bajo la mirada reprobatoria de los jinetes apocalípticos.
-Te he traído ropa limpia para que puedas cambiarte –puse ojos amorosos y le acaricié la manta de canas que poblaban su cabeza-. ¿Has desayunado?
-Los desayunos se sirven a las ocho y media. Son las nueve –ladró la jineta con semblante malhumorado. Idi y Otas, los San Bernardos, tenían la misma mandíbula caída que mi hijastra.
-André lo ha dispuesto todo para que a tu regreso estés cómodo. Tienes toda la prensa de ayer y de hoy en tu dormitorio y me he permitido elegir algunos libros para ti de la biblioteca –Flauvert, Tolstói, Stendhal, Balzac y Dostoievski aparecían sobreimpresos en voluminosos libros de títulos aburridos que le mantendrían entretenido mientras yo hacía la vida de una joven treintañera que me pertenecía.
-Gracias, querida.
La apocalíptica refunfuñó a la vez que se agitaba en la silla que ocupaba al lado de la ventana, como si le estuvieran doliendo las hemorroides.
A las nueve y media llegamos a casa.
El servicio aguardaba en la puerta de entrada para presentarle a Federico sus respectos y manifestarle que les congratulaba tenerle de nuevo en casa recuperado. Entre ellos se alienaba la Abecedé que había traicionada mi confianza. Nos echamos un pulso con la mirada. Alex le habría puesto al corriente de que lo sabía todo. Me ocuparía de ella más tarde.
Los hijos de Federico pretendieron seguirnos hasta el dormitorio escoltando al padre, pero les pedí amablemente que no lo hicieran.
-Si nos os importa, puedo encargarme sola. Las habitaciones abarrotadas de gente perturban la tranquilidad del doliente. ¡Esto no es el hospital.
En el dormitorio ayudé a Federico a levantarse de la silla para que caminase un poco. Entre las horas que llevaba tumbado y las horas que había permanecido sentado, los músculos de las piernas se le habían adormecidos.
-Si te encuentras con ánimo y fuerzas, después de la comida podemos dar un paseo por el jardín. Hace un día espléndido y que te de sol te vendrá bien.
-Es una excelente idea, querida.
Quité algunos de los cincuenta cojines que anidaban sobre la almohada y abrí la cama. Sobre una mesita estaban todas los periódicos que Federico leía cada mañana y sobre la otra mesita los libros que llenarían sus horas de entretenimiento y las mías de libertad.
-Querida… -Federico siempre se dirigía a mí en un tono suave y neutro. No recordaba, ni en mis años de niñez cuando comía con nosotros en casa de mis abuelos, haberle visto alzar la voz nunca. Todo lo decía con la misma modulación, haciendo más o menos énfasis en aquello que quería destacar de su razonamiento. Era un hombre afable y bondadoso, como el abuelo de Heidi pero con treinta años más.
-Sí, amor.
Holgué las almohadas que olían a lavanda como el resto de las sábanas. Para la ropa interior el suavizante que se usaba olía a rosas; el de los manteles y servilletas a melocotón; y el de la ropa a jabón de Marsella
-Hay una mosca dentro de la urna.

 
Ya sabía yo que ese Alex era un malandrín de cuidado. Mala gente. ¿Cuándo le pides matrimonio?
ResponderEliminarSaludos colaterales
Ya sabía yo que ese Alex era un malandrín de cuidado. Mala gente. ¿Cuándo le pides matrimonio?
ResponderEliminarSaludos colaterales
Amigo Uno, siento decepcionarle,pero no tengo prevista una tercera boda a corto plazo.
ResponderEliminarSaludos Sinceros.