En mi habitación me di una ducha rápida. Me puse ropa limpia y me recogí el pelo húmedo en una coleta. Mi aspecto no me importaba demasiado. Era la primera vez que me enfrentaba al mundo sin mirarme antes en el espejo. No quería verme. Me repelía a mí misma.
          Llamé a la puerta con los nudillos
antes de entrar en el dormitorio de Federico, que leía sentado en una butaca
cerca de la ventana, los periódicos que André le había guardado.
          Le entregué la caja de zapatos que llevaba en las manos. Al abrirla se le
iluminó la cara como a un niño recibiendo un regalo inesperado.
          Dos días antes, el rostro de Alex era el mismo que el de Federico en ese
momento, cuando le enseñé el Fabergé.
Intentó cogerlo, pero le prohibí tajantemente que lo hiciera. Había aprendido
de mi esposo que las joyas se admiran pero no se tocan para no mancillar su
belleza.
           Al irme de su apartamento protestó cuando cogí la caja con el huevo. Estaba
loco creía que dejaría que lo custodiara. Alex no me inspiraba la menor
confianza cuando se trataba de dinero.
           -Si mis contactos no ven el Fabergé pensarán
que les estoy tomando el pelo.
           Solo llevaba puestos los slips. Unas horas antes me había encargado de quitarle
toda la ropa que se interponía entre nuestros cuerpos con manos ávidas de piel.
           -Cítalos en algún lugar público y llevaré el huevo. Hasta entonces permanecerá
bajo mi vigilancia. 
            -¿No te fías de mí?  -Quiso saber utilizando un tono ofendido que no me
inmutó lo más mínimo. Alex era un vividor, ¿qué se podía esperar de un hombre
así?
            Le
lancé un beso al aire como respuesta y me fui.
           Guardé la caja de zapatos en el dormitorio que
ocupaba en casa de mis padres. Allí llevaba la ropa que no usaba y estaba fuera
de temporada. Había convertido la habitación en un vestidor de cincuenta
metros.
             La noche que me planté en el apartamento de Alex y supe que había entrado en el
mío con Abecedé, fui a recogerlo con la intención de volverlo a poner en
su sitio, para emendar mis errores, pero en cuanto me senté en la cama, caí
rendida. La tensión del día me llevó directamente al mundo onírico en el que me
regocijé hasta la mañana siguiente.
            Me senté frente a Federico en la
otra butaca.
           La mosca salió de detrás de la cortina y se posó sobre su hombro. Se frotó las
patas delanteras y después la traseras en movimientos repetitivos. Al cabo de
unos minutos me miró recriminatoriamente con sus ojos de rejilla. Cuando una
mosca te mira así, tan incisiva, la verdad sale a luz: había rozado el zafiro
de plástico intencionadamente para hacerlo caer y que el abuelo sobre el que
descansaba su cuerpo se percatara de que algo no iba bien. Maldita mosca
malvada.
            Respiré hondo. Federico seguía fascinado por la visión del huevo. 
          -Me avergüenza el modo en que el Fabergé
ha llegado a mis manos y no me enorgullezco de mis acciones. Cuando te cuente
lo que tienes que saber, el cariño que me tienes desaparecerá.
            Federico me instó a que acercara mi butaca a la suya.
            La mosca voló hasta el pedestal de mármol que cubría la urna.
            Me acarició la mano con suavidad.
            -Querida, lo sé todo.

 
Qué giro tan drástico. Al bueno de Federico le van los tatuajes. Una mosca ya voló. Ahora resta ver que ocurre con la otra.
ResponderEliminarSaludos revoloteadores
Amigo Uno:
ResponderEliminarQue sentido del humor más desarrollado tiene. Si fuera mosca, sin duda, sería la que incordia en los bajos de los caballeros.
Saludos sinceros.