domingo, 24 de abril de 2016

37. Yuco



           Yuco era mi hámster. Vivía en una jaula de tres pisos con toboganes cilíndricos de colores, una casita fucsia con ventanas y puerta redonda, rampas por la que se deslizaba con agrado y una rueda azul que hacía girar el universo entorno a él. Era de color canela, con la barriguita blanca y la naricita rosada. Todo cuanto un roedor podía tener estaba a su abasto. No le faltaba comida, sus chuhes preferidas, sus baños con geles en seco, quien le limase las uñas y le peinase sus cortitos pelos, su urinario perfumado, heno para fortalecer sus dientecitos y excursiones fuera de la jaula con el amaestrador que mis padres le pusieron para que lo sacara a pasear.
          Una tarde que no olvidaré jamás, subió hasta el tercer piso por las rampas olfateándolas con su graciosa naricita y los bigotes barriendo los ácaros, que están en todas partes y hacen estornudar cuando invaden las fosas nasales, y se detuvo delante de la rueda. Me miró con los dos puntitos negros y diminutos con los que percibía el mundo, adoptando una postura desconocida en él. Se irguió sobre sus patas traseras y las patas delanteras las unió en una plegaria a la altura del pecho, entrecruzando sus deditos fideos con tristeza.
          Permanecimos mirándonos a los ojos cerca de un minuto. A veces puedes tenerlo todo y no ser feliz. Yuco no era feliz con la vida que le procurábamos. No la había elegido él. Se la habían impuesto. Y quería que yo lo supiera. Era mi compañero, mi amigo. Dormía en mi habitación por las noches y juntos nos despertábamos. Conocía todas las estancias de la casa, incluso el baño, porque cargaba con la jaula a todas partes para no separarme de él. Conocía mi desnudez. Me gustaba saber que compartíamos el mismo espacio; ver la jaula en la distancia y adivinarle dentro de ella.
           Me rompió el corazón. Tenía diez años y el alma hecha trizas. El corazón no solo se rompe cuando no eres correspondido por la persona que quieres o cuando ésta te decepciona, también cuando lo entregas por completo. Es tan frágil que un disgusto puede fracturarlo de por vida y repararlo es tamaña empresa.
           Con todo el pesar que un cuerpo de niña puede soportar, hice lo único que a Yuco le haría feliz, sacrificando mi propia felicidad. Su bienestar era más importante que un capricho. Es lo que seis meses antes había sido. Un capricho que mis padres me concedieron, como muchos otros, para que dejase de tirarme al suelo y patalear al mismo tiempo que berreaba con los mocos haciendo mar sobre la alfombra de Malta.
          Abrí la puerta de la jaula en el jardín y me fui sin mirar atrás.

 

 

3 comentarios:

  1. Sabiéndolo todo Federico, hay que admirar la gran paciencia de ese hombre para contigo.

    Espero que tú desfallecimiento no sea excesivamente grave. Tantas emociones en un día, como soltar la primera lágrima, pueden dejar huella.

    Saludos flácidos

    ResponderEliminar
  2. Sabiéndolo todo Federico, hay que admirar la gran paciencia de ese hombre para contigo.

    Espero que tú desfallecimiento no sea excesivamente grave. Tantas emociones en un día, como soltar la primera lágrima, pueden dejar huella.

    Saludos flácidos

    ResponderEliminar
  3. Amigo Uno:

    Razón no le falta. Federico siempre ha sido muy paciente conmigo, más de lo que he merecido en muchas ocasiones, pero le compensaba mi compañía, dándose por bien pagado.

    Saludos sinceros.

    ResponderEliminar