sábado, 11 de abril de 2015

14. La comida


 
       Consigue la clave de la alarma. Ten mucho cuidado. Si te descubren todo se echará a perder.
        Los domingos mis padres y los hijos de Federico con sus respectivos cónyuges venían a comer a la mansión, a veces también se nos unían los nietos y sus ligues, que eran de mi edad. Al casarme con el abuelo todo intento por abolir dicha tradición familiar fue en balde. Federico era de fuertes arraigos sanguíneos.
          Consumir tiempo en intentar recordar el nombre de la servidumbre era perderlo, por esto a las empleadas que trabajaban en la mansión –que parecen clonaciones de una misma mujer, uniformadas de azul, con cofia y el pelo recogido en un moño- las llamaba las Abecedé indistintamente haciendo clara referencia a las cuatro primeras letras del abecedario. A ellas no les hacía demasiada gracia- ¿para qué nos vamos a engañar?- y al principio insistían en repetirme sus nombres cada vez que se lo cambiaba pero después desistieron de la idea tomándome como un caso perdido. María,  abastecedora oficial de los estómagos, era la única que se negó a que le denominara de forma distinta al nombre del bautismo.
           
           Esa mañana apenas desayuné alegando que tenía retorcijones en el estómago y náuseas. Cancelé mi habitual partido de tenis de las diez con mi amiga Regina, que aún así vino a verme con un montón de revistas de moda, traídas de su último viaje a Londres y estuvimos charlando sobre marcas y trapos en mi dormitorio hasta las doce y media. Le pedí que se quedara a comer con nosotros, pero los invitados le parecían tan sumamente aburridos que declinó el ofrecimiento. Envidié su suerte, pero en unos meses ella sería quien envidiara la mía, pensé en ese momento. Qué equivocada estaba.
          Durante la comida permanecí ausente con la mirada fija en el plato y solo de vez en cuando levantaba la cabeza cuando alguien hacía un comentario al que los demás asentían con sus caballeras grises o teñidas y sonreía levemente, como si me estuvieran tirando de las comisuras de los labios con hilo dental desde el techo. En el segundo plato me levanté precipitadamente después de disculparme. Saliendo por la puerta del comedor oí como Federico les contaba que llevaba toda la mañana indispuesta. El silencio se hizo evidente en el comedor y podía oler como el pavor se instauraba en el rostro de mis hijastros.
          -Lo que estáis pensando no es posible. Os lo aseguro.
          Mis hijastros respiraron aliviados al oír la sentencia de su padre. Suponerle ciertas habilidades a su edad era del todo surrealista, aunque por otra parte, bien pensado, si no era posible es porque aún no me lo había propuesto…  Aumentar la familia no estaba en mis planes, pero solo por fastidiar a los setentones, sería capaz de tal sacrificio.

3 comentarios:

  1. No se como la CIA sobrevive sin ti y tus avezadas facultades. Claro, será por no poder pagar lo que vales.
    Saludos secretos

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  2. No se como la CIA sobrevive sin ti y tus avezadas facultades. Claro, será por no poder pagar lo que vales.
    Saludos secretos

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  3. Amigo Uno, el virtuasismo tiene un precio, pero en el mercado de valores unos se quieren menos que otros. La baja autoestima es la que hace que se venden a precio de coste. No es mi caso.

    Saludos sinceros.

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