El día estaba siendo largo, pero aún no había terminado y las horas que restaban para el nuevo amanecer serían vertiginosas.
Llegué a la mansión sobre las ocho de la tarde. Lo único que me apetecía era darme un baño, cenar y dormir, para olvidar que hasta dentro de dos meses mi Personal shopping no podría atenderme.
Veinte minutos antes había llamado a André para avisarle de mi llegada e informar del último parte médico sobre el estado de Federico, al que darían de alta al día siguiente. Todo se había quedado en un susto.
Al bajarme del Lancia Ypsilon elle que aparqué delante de la mansión, Idi y Otas aparecieron corriendo desde el jardín de la parte de atrás y, cazando moscas en el aire, me acompañaron hasta la puerta de entrada. A veces me parecía que los San Bernardos era tontos de remante. Nunca le he mencionado este pequeño detalle a Federico para que no se disguste al saber que los perros a los que tanto cariño les tiene, son rematadamente lerdos.
Una de las Abecedé me abrió la puerta, tarea que se encontraba entre las funciones de André. Las visitas solo podían ser recibidas por el mayordomo de la mansión, y en los días libres, periodos vacacionales de André o en la celebración de fiestas o reuniones de postín, contábamos con la presencia de Jean-Pierre Bauptiste, el mayordomo suplente. No era francés, pero le encantó que adaptara su nombre, Juanpe e incluso se sentía orgulloso de que le llamara, solo por oírmelo pronunciar.
Abecedé me saludó con un ligero movimiento de cabeza que acompañó con mirada baja... ¡Lo que se parecían las sirvientas entre sí! A excepción de María que solo era semejante a la imagen que le devolvía el espejo cuando no se rompía al mirarse.
-¿Y André?
-Preparando el regreso del señor, señora.
Lo que suponía ahuecar los cojines de encima de la cama para que Federico se encontrase cómodo; prepararle un pijama y una bata limpios; asegurarse de que en el dormitorio no faltara una jarra de agua con un vaso y fruta fresca, añadiendo una dosis de admiración y dos de afecto a estas tareas.
Abecedé cerró la puerta deteniéndose a unos metros de mí.
-Cuando termine que aparque el Lancia en el garaje. Las llaves están puestas en el contacto.
Conducir no se me da bien, debo admitirlo, pero aparcar entre dos líneas amarillas se me da mucho peor. Además era una pérdida de tiempo esperar a que la puerta del garaje se abriera después de accionar el mando a distancia.
Abecedé asintió con la cabeza. Se encaminaba hacia la cocina cuando la dulzura de mi voz la detuvo. Quien juega con fuego, acaba quemándose.

 
Que alboroto, que alegría. Federico vuelve a cada, esperemos que no sufra nuevos accidentes.
ResponderEliminarSaludos afrancesados
Que alboroto, que alegría. Federico vuelve a cada, esperemos que no sufra nuevos accidentes.
ResponderEliminarSaludos afrancesados
Amigo Uno, recuerdo el día como el cuatrocientos treinta y nueve más feliz de mi vida. Los accidentes que sufrió Federico fueron ajenos a mi voluntad. Pierda cuidado, aprendí la lección.
ResponderEliminarSaludos Sinceros.