domingo, 21 de febrero de 2016

29. La acróbata


 

         Apretar la almohada hasta hacerla un ocho y mirar en la dirección de la que procedía la voz de Federico fue un todo en uno… ¡Una mosca!           Tan afanada estaba en procurarle comodidad a mi marido, que no me había dado cuenta que entre paseo y paseo se había detenido delante del huevo.
          -¿Una mosca, querido…? -La voz no me tembló tanto como las piernas mientras me acercaba a la urna. Mi cuerpo era un seísmo que mal disimulé.
          Asombrada presencié como la mosca más negra y fea que mis ojos habían contemplado nunca, y puedo asegurar que no les dedicaba ni medio segundo si se cruzaban en mi camino, revoloteaba de esquina en esquina dentro del cuadrado de cristal, atreviéndose incluso a dibujar espirales en el aire. Todo se iba a ir al traste por una… ¡miserable mosca!
          Aquel bichejo no era normal. Llevaba en cautiverio treinta y seis horas y la descarada, en lugar de reservar el poco oxígeno que le debía quedar dentro de la urna para mantenerse con vida, lo despilfarraba en absurdos vuelos acrobáticos que la hacían de lo más visible… ¿Y si no fuera una mosca? ¿Y si fuera un dron de sofisticada tecnología dirigido por Alex o Abecedé? Sentí un repentino escalofrío al recorrer el dormitorio con la mirada en busca del indicio que confirmara mis sospechas. La mosca era tan de carnecita y huesitos como yo.
           Agarré el brazo de Federico, erguido e inmóvil. Adivinaba sus pensamientos. La única forma posible de que la díptera estuviera dentro de la urna era habiéndola retirado previamente. Nadie excepto él conocía el código para desactivar la alarma que protegía el Fabergé. Alguien había burlado su inteligencia y ese alguien podía ser quien tenía a su lado con las manos puestas en su brazo.
          La mosca exhibicionista empezó a dar vueltas alrededor del huevo. Una. Dos. Tres. Cuatro. Cinco… Veinte. A la vuelta número veintisiete, pasó rozando tan de cerca la delicada joya, que un pequeño zafiro calló sobre la superficie del pedestal de mármol. El hueco que dejó era de distinto color que el resto del huevo y tenía un pegote blanco que parecía pegamento.
           Nos miramos circunspectos. En los ojos de Federico había una inmensa tristeza. Unas pastillas no le habían mudado de barrio, pero la desaparición del Febergé, su huevo más preciado, no le harían permanecer en este mucho tiempo. Me compadecí de él. Por primera vez en toda mi vida empatizaba con el pesar ajeno. Algo me estaba pasando, y ese algo indefinible, pues acepción no había en mi vocabulario para denominarlo, me asustaba. Me gustaba ser yo misma, pero notaba que me estaba perdiendo.
           Acaricié su brazo y dejé descender mi mano hasta su mano. Me la apretó con determinación. Sus dedos eran pequeñas esponjitas que se hundían en mi piel.
          -Liberemos a la mosca. Tengo que contarte algo.

 
 
 
 
 

 
 
 


3 comentarios:

  1. Ya sabía yo que ese Alex era un mal pájaro, un negro cuervo obsesionado por los objetos brillantes. Me alegra que te alejases de él. Los malhechores deben de estar aislados, no asociados más que nada porque es delito.

    Saludos incisivos

    ResponderEliminar
  2. Ya sabía yo que ese Alex era un mal pájaro, un negro cuervo obsesionado por los objetos brillantes. Me alegra que te alejases de él. Los malhechores deben de estar aislados, no asociados más que nada porque es delito.

    Saludos incisivos

    ResponderEliminar
  3. Amigo Uno:
    Equivocarse es la mejor forma de aprender. No lo olvide nunca.

    Saludos sinceros.

    ResponderEliminar