sábado, 19 de marzo de 2016

A lo hecho, pecho.



       Corrí tan deprisa como la falda de tubo de Boss que llevaba puesta le permitió a mis piernas atrapadas en la tela gris de algodón, hacerlo. Me la subí hasta los muslos y noté como la tela se rasgaba por la costura trasera hasta la cremallera. Los tacones se clavaron en la hierba y casi me doy de bruces contra el suelo, pero mis reflejos fueron rápidos y el incidente se quedó en un traspiés sin consecuencias para mi integridad física. Me deshice de ellos lanzándolos al aire.
Tenía que alejarme de la mansión. La clemencia de Federico me asfixiaba o lo que me asfixiaba era el sentimiento de culpa en forma de pelota de golf que tenía en la garganta.
Sea lo que sea, déjalo correr”, esas fueron las palabras de Gonzalo cuando quedamos en la cafetería. Le conté la verdad a medias. La parte de verdad que me inculpaba, me la reservé. Al despedirnos en la puerta del establecimiento con dos besos tan castos como los que me había dado al encontrarnos, interpreté su mirada: “ten cuidado”. En sus ojos también había una advertencia “esta vez no estaré ahí para salvarte el pellejo”. Cuando haces algo que sabes que puede dañar a alguien y aun así no cejas en el empeño solo por salirte con la tuya, al final, el búmeran vuelve a ti y si no agachas la cabeza o levantas lo bastante la mano para atraparlo, te da de pleno en la frente.
Atravesé el jardín trasero con el corazón en la boca y el pecho resintiéndose de su ausencia hasta que sin aire y sofocada llegué al sauce llorón y lo rodeé con mis brazos. Le abracé sin poder abarcar su totalidad para llenarme de su energía centenaria. No necesitaba una bañera llena de billetes morados. El dinero huele mal y es sucio porque pasa de mano en mano. Mi marido satisfacía todos mis caprichos y no me reprochaba que gastara su dinero en lo que quisiera. Me adoraba. Los latidos de mi corazón se fueron debilitando y la respiración moderando poco a poco. Apoyé la cara sobre la corteza del sauce. Dos lágrimas brotaron de mis ojos. Unas de las hojas del sauce, desde su rama flexible, me acarició la otra mejilla. Federico aguardaba mi regreso. Confiaba en mí. Di unos golpecitos al tronco en señal de despedida y me encaminé hacia la mansión. A lo lejos vi como Idi y Otas corrían a mi encuentro para escoltarme en el camino. No tenía salida.
 

2 comentarios:

  1. Que gran prisa por dar el abrazo al árbol, bien seguro que él concibe el tiempo desde otra perspectiva.
    Deberías, en el fondo, sentirte feliz parece que tus limitados pasos, debido a la estrechez de la falda, se encaminan hacía un nuevo divorcio. Habría de hacerte la misma ilusión que el primero. Es más ya contarás con dos en tu haber.

    Saludos rápidos

    ResponderEliminar
  2. Amigo Uno:

    Los segundos divorcios no son tan gratificantes como el primero, ni mucho menos la sensación de libertad tan grande. Más bien al contrario.

    Saludos sinceros.

    ResponderEliminar