Corrí tan deprisa como la falda de tubo de Boss que llevaba puesta le permitió a mis piernas atrapadas en la tela gris de algodón, hacerlo. Me la subí hasta los muslos y noté como la tela se rasgaba por la costura trasera hasta la cremallera. Los tacones se clavaron en la hierba y casi me doy de bruces contra el suelo, pero mis reflejos fueron rápidos y el incidente se quedó en un traspiés sin consecuencias para mi integridad física. Me deshice de ellos lanzándolos al aire.
        Tenía que alejarme de la mansión. La clemencia de Federico me asfixiaba o lo
que me asfixiaba era el sentimiento de culpa en forma de pelota de golf que
tenía en la garganta. 
        “Sea
lo que sea, déjalo correr”, esas fueron las palabras de Gonzalo
cuando quedamos en la cafetería. Le conté la verdad a medias. La parte de verdad
que me inculpaba, me la reservé. Al despedirnos en la puerta del
establecimiento con dos besos tan castos como los que me había dado al
encontrarnos, interpreté su mirada: “ten
cuidado”. En sus ojos también había una advertencia “esta vez no estaré ahí para
salvarte el pellejo”. Cuando haces algo que sabes que puede dañar a
alguien y aun así no cejas en el empeño solo por salirte con la tuya, al final,
el búmeran vuelve a ti y si no agachas la cabeza o levantas lo bastante la mano
para atraparlo, te da de pleno en la frente.
         Atravesé el jardín trasero con
el corazón en la boca y el pecho resintiéndose de su ausencia hasta que sin
aire y sofocada llegué al sauce llorón y lo rodeé con mis brazos. Le abracé sin
poder abarcar su totalidad para llenarme de su energía centenaria.
          No necesitaba una bañera llena de
billetes morados. El dinero huele mal y es sucio porque pasa de mano en mano.
Mi marido satisfacía todos mis caprichos y no me reprochaba que gastara su
dinero en lo que quisiera. Me adoraba.
           Los latidos de mi corazón se
fueron debilitando y la respiración moderando poco a poco. Apoyé la cara sobre
la corteza del sauce. Dos lágrimas brotaron de mis ojos. Unas de las hojas del
sauce, desde su rama flexible, me acarició la otra mejilla. 
          Federico aguardaba mi regreso.
Confiaba en mí. Di unos golpecitos al tronco en señal de despedida y me
encaminé hacia la mansión. A lo lejos vi como Idi y Otas corrían a mi
encuentro para escoltarme en el camino. 
          Tenía salida.

 
Cuantas sorpresas en un día para Federico, descubrir una mosca revoloteando sobre su preciado y apreciado huevo y saber que la que creía una mosquita muerta, su esposa, era demasiado viva.
ResponderEliminarSaludos vitales
Amigo Uno:
ResponderEliminarNi tengo aspecto de mosquita, ni lo soy. Las apariencias engañan.
Saludos sinceros.