domingo, 10 de abril de 2016

35. El vahído



           Deparé en que llegar juntos al mismo momento podía ser tan bonito como un amanecer. No me gustaban los amaneceres porque precedían a la media mañana, que es cuando me levantaba. Para mantener un cutis resplandeciente como mínimo dormía ocho horas igual que las celebrities.
           Federico siguió desmenuzando el amor veinte minutos más. No era lo que había sentido por mí, mucho menos yo por él o por ningún otro hombre, pero me quería. Amor es lo que había sentido, y seguía haciéndolo por como se le quebraba la voz de la emoción al recordar fragmentos de su vida de años atrás, allá por el Bing Bang, con Juana Isabel, su primera esposa, con la que estuvo casado sesenta y cinco años. La adoraba, la idolatrada, le hacía ser mejor hombre y mejor persona. Entre mis numerosas virtudes no se encontraba la capacidad de mejorar a los seres respirantes ni la intención de querer hacerlo.
            Hacía su segunda esposa, yo, sentía un cariño sincero.
            Yo era su causa. Mi esposo se había propuesto, adoptando el papel que Juanibel había dejado ausente, que me encontrara en la vida, aún ignorando que estaba perdida. Solo de este modo alcanzaría la felicidad que se le escurrió entre las manos tras la pérdida de su amada amantísima.
            -Vamos hasta la piscina –se levantó del banco con movimientos pausados. Algunos huesos le crujieron. Temí que se rompiera y que no me quedara más remedio que recoger los pedazos para recomponerlo en una sola pieza.
             ¿A la piscina? ¿Me estaba tentando?
            -¡No! ¡A la piscina no! –me puse de pie de un salto como si hubiera recibido una descarga eléctrica en las nalgas.
             -Me gustaría comprobar la temperatura del agua.
            ¿Dándose un chapuzón? Le estaba salvando la vida, ¿por qué insistía tanto? Me lo estaba poniendo muy difícil. Soy débil. Sucumbo como todo el mundo al pecado, y aunque estábamos limando asperezas, podía imaginármelo flotando en el agua boca abajo, por accidente.
            -Las rosas de pitiminí están floreciendo… Son mis favoritas.
            Cedió a mi  sugerencia y volví a agarrarme a su brazo para guiar sus pasos… lejos del agua.
           -En el fondo sabía que harías lo correcto –me dio unas palmaditas en la mano que aferraba su brazo-, aunque para ello tuvieras que equivocarte cientos de veces y darte de bruces contra paredes más altas que tú, otras tantas. Solo tenía que dejarte hacer y esperar.
           Pretender esperar que algo ocurriera a la edad de Federico era tener una actitud ante la vida realmente optimista. Mi esposo se consideraba eterno.
           -¿Esperar que hiciera qué?
          Los años habían encogido el tamaño de sus ojos grisáceos. Su mirada en otros tiempos había sido desafiante y poderosa. Intimidadora. Oscura como una noche sin estrellas. Los pliegues de los párpados caían sobre ellos como una persiana. Me vi en sus aguas titilantes.
           -A que abortaras el plan para cambiar el Fabergé.
           Me paré en seco.
          Su voz empezó a sonar lejos y los colores a perder intensidad, tornándose blanco. Mi cuerpo tenía la ligereza de una pluma cayendo al suelo.
          Todo lo que sabía, era todo.

 
 
 
 
 

 

3 comentarios:

  1. Ay,ay,ay. Que tú lo que quieres no es un segundo divorcio sino una viudedad. Pobre Federico lo que está pasando y lo que le queda por pasar.

    Saludos resbaladizos

    ResponderEliminar
  2. Ay,ay,ay. Que tú lo que quieres no es un segundo divorcio sino una viudedad. Pobre Federico lo que está pasando y lo que le queda por pasar.

    Saludos resbaladizos

    ResponderEliminar
  3. Amigo Uno:

    Algunos de mis pensamientos han sido fruto de la desesperación. Creáme, no hay en mi maldad alguna.

    Saludos sinceros.

    ResponderEliminar