domingo, 3 de abril de 2016

34. El paseo



        La enfermera contratada que se encargaría de velar por la seguridad de Federico interrumpió la discusión entrando en el dormitorio después de dar un golpe seco en la puerta sin esperar a que le diéramos permiso para hacerlo, de la forma más inoportuna.

         Ataviada con una bata blanca, sus ojos azules eran  fríos y pequeños y su corte de pelo imitaba el casco de la hormiga atómica. Era una mujer grande con aspecto de rottwiler enfurruñado. Una señorita Rottenmeier robusta aficionada a comer salchichas frankfurt.

           Caminó hacia el anciano de la butaca, con  un tensiómetro en la mano y un bloc para hacer anotaciones el aire solemne de una invitada a un banquete real.
           -¿Cómo se encuentra?
           -Como si hubiera dormido durante dieciocho horas seguidas.
           Me dirigió una mirada condescendiente.
          El sarcasmo de mi nonagenario marido rozaba la insolencia. Me mantuve impertérrita. Dejando que marcara los tiempos a su antojo. Que me torturara lentamente.
          La enfermera ajustó el brazalete a su brazo con manos expertas… ¿Cómo se llamaría?
          -Dentro de media hora se servirá la comida, ¿prefiere comer en su dormitorio?
          -Comeremos en el comedor, como siempre.
          -No tengo apetito. Si no te importa, querido, prefiero quedarme en mi habitación.
          -Quiero que me acompañes. No me gusta comer solo. Haz un esfuerzo y compláceme en esto, querida.
           -Si así lo deseas…
           -Lo que deseo. Después daremos ese paseo por el jardín que tenemos pendiente.
           Asentí con la cabeza.
           Tomar el aire nos vendría bien a los dos. Idi y Otas podían acompañarnos, y la mosca, que llevaba cerca de una hora sobre el pedestal observándolo todo, también. Los cinco magníficos a lo Sonrisas y lágrimas por el jardín. La mariposa blanca quizás querría unirse a nosotros. Lo recorreríamos de norte a sur y de este a oeste, descansando unos minutos bajo el sauce llorón y aspirando el olor de las flores mientras nos tomásemos el té, a la hora de la merienda.
            Si caminábamos hasta la piscina Federico podría tropezar sin querer y caer accidentalmente al agua… Los colores de la primavera son hermosos.
             Apenas probé el consomé de verduras, mucho menos el bistec de ternera con puré de patatas y zanahoria que olía al sudor de mil demonios danzando alrededor de una hoguera.
            Solo pensaba en zanjar el asunto y desaparecer, pero mi esposo había decidido prolongar mi angustia. Me estaba bien empleado. En su lugar, y aun desconociendo que es lo que sabía, hubiera hecho lo mismo.
            Alex me había llamado varias veces pero le bloqueé para que no siguiera molestándome. Estaba segura de que Abecedé, le mantenía informado sobre los movimientos que estaba habiendo en la mansión, especialmente de los míos.
            ¡Qué lejos quedaba el Royal Villa Grand resort Langonissi!, donde planeaba pasar una temporada larga cuando nos deshiciéramos del huevo.
             El Fabergé volvió al lugar del que no debería haber salido nunca. Para ello André se puso unos guantes blancos de algodón como los que usé yo para sisarlo, tratándolo con suma delicadeza. Cuando cubrió la urna encima del pedestal, sentí una punzada de dolor en el pecho. Mis sueños se alejaban a pasos agigantados.
           Rottie le tomó otra vez la tensión a Federico en la sala del te, que es donde acabamos después de la comida. Si tenía hijos, su casa debía ser un cuartel militar y su marido, en caso de que no la hubiera abandonado por su carácter agrio, no la habría visto sonreír nunca.
             -Demos ese paseo, querida.
             Me ofreció su brazo, que cogí afablemente.
 Nuestro matrimonio había sido una representación teatral en la que cada uno de nosotros conocía muy bien su papel. La función estaba a punto de terminar. Lo presentía. Ya nada sería lo mismo. Ya nada estaba siendo lo mismo. Nos habíamos mirado a cara descubierta. Para eso había servido nuestro matrimonio, para reconocernos cuando el telón se bajara definitivamente. Ambos sabíamos qué sucedería, aunque no sospechaba que sería de ese modo.
-¿Te has preguntado alguna vez por qué te pedí que te casaras conmigo?
           Suponer que me preguntaba ciertas cosas era esperar demasiado de mí. El carcelero volvía a aplicarme el tercer grado.
            -Imagino que te sentías solo y necesitabas llenar vacíos que te incomodaban.
            -Esa fue una de las razones, sin duda, pero no la más importante. Lo hice porque te acercaste a mí. Eras como un cachorrito buscando la protección de alguien que le supiera dar calor. En tu mirada había un haz de esperanza. Me convertiste en tu alternativa para ser feliz.
            -Lo he sido.
            No mentía. Su dinero me hacía dichosa.
             -A mi costa.
             -Hacer felices a los demás a veces supone sacrificio.
             -¿Y el resto de las veces?
            ¡Y yo que sé que pasaba el resto de las veces! Esa conversación la debería haber tenido con Séneca, del que prácticamente era coetáneo.
             -No esforzarse para lograrlo.
             -Ese es mi caso. Hacerte feliz es sencillo, basta con acceder a tus deseos, aunque no lo seas conmigo, sino con mi poder adquisitivo.
             Ahí estaba la momia, sin pelos en la lengua; escampando las apariencias.
              Nos sentamos en un banco de piedra. En el jardín franqueaban el camino de tierra que llevaba hasta la verja principal de la finca.
            -¿No habrás creído que nos casamos porque estaba enamorado de ti, verdad, querida?
             Un poco sí. Seducir a los hombres y que quedaran prendados de mi belleza me gustaba, pese a que jamás tendrían la oportunidad de acercarse a más de dos metros a mí. Ocupar sus pensamientos y aparecer en sus fábulas más osadas, me satisfacía.
            Negué con la cabeza frustrada.
            -Enamorarse es llegar juntos al mismo momento. Si uno sube por las escaleras y el otro en ascensor, ser lo bastante rápido y lento para encontrarse cuando se abra la puerta y pisar el mismo suelo a la vez.
            Una lágrima se me quedó suspendida en el lagrimal, a punto de desbordarse por la mejilla. Las hormonas me traicionaban.
            Federico sonrió complacido.
            -Sabía que no eras un caso perdido.
 




 




 







 

 




 












 




2 comentarios:

  1. Vaya, resulta que Federico también tiene sus secretillos. Y los va contar tranquilamente en vez de denunciarte por imitar a Luctecia Borgia.

    Saludos plácidos

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  2. Amigo Uno:

    Todos tenemos secretos, lo que me convierte en un ser con los mismos errores y aciertos que los demás.

    Saludos sinceros

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