Al poner los pies en la mansión,
después de pasar la noche en observación, me sentí como un animal enjaulado.
El golpe en el lado derecho de la región parental solo se había saldado con una
fisura en la fiel que me remendaron con nueve puntos de sutura. No había
lesiones internas. Solo consecuencias.
Todos mis recuerdos se habían borrado.
Era inquietante no saber quién era, ni quiénes eran las personas que me
rodeaban, una panda de extraños de los que no sabía si me podía fiar porque
desconfiaba de todo andante que se me acercase con fines desconocidos. Perdí la
sensación de pertenecía: los objetos, las cosas, no eran mías, todo me parecía
ajeno, prestado. No me sentía cómoda en mi piel, sino una invasora dentro de
ella.
En su consultorio supe que el
adorable anciano al que le había pedido que me acompañara no era mi abuelo,
sino mi marido. Me inyectaron un tranquilizante cuando empecé a transpirar. Me
faltaba el aire. Me ahogaba. El pulso se me aceleró y temieron que volviera a
desmayarme. Alternaba las miradas entre Federico y el doctor Gutiérrez,
buscando una explicación, suplicándoles que no me torturaran con una vida
inventada favoreciéndose de mi desmemoria. Era un trozo de masa.
Podían hacer de mí lo que quisieran. Moldearme a su gusto.
Una pareja de sesentones se nos
acercó en el pasillo donde se encontraba el consultorio del que salimos. La
mujer era castaña clara y tenía los ojos del color de las esmeraldas. El hombre
era alto, se peinaba con la raya al medio a lo  Mark Harmon en sus tiempos de jovenzuelo y llevaba gafas de pasta
marrones. Los dos vestían con elegancia. Se les notaba la clase, clase alta.
Sus gestos eran delicados y sus modales exquisitos. Yo debía ser lo más
parecido a una repipi. Lo llevaba en los genes. Eran mis padres.
Mi madre me besaba y me abrazaba continuamente con los ojos empañados en
lágrimas. Me incomodaba su proximidad. Ella sabía que era la madre que me parió
y el señor de al lado, el padre de la criatura, pero yo no sabía si era su
hija. De repente un estremecimiento recorrió todas mis extremidades y busqué
con horror a mi marido, que permanecía a unos pasos detrás de mí, presenciando
la escena con emoción contenida… ¿Habríamos tenido hijos? No quería ni pensar
en esa posibilidad ni en lo que ello suponía. Temblé. Mi padre me rodeó los
hombros con brazo protector hasta llegar al parking del hospital. Allí nos
separamos en dos coches. El que me llevaría a mi hogar lo conducía un chófer.
Esta gente era de postín.

 
Hay signos de que el coscorrón no te ha sentado bien. Yo no pierdo la esperanza y creo que son duda te mejorará como persona y ser humano.
ResponderEliminarSaludos jaquecosos
Amigo Uno:
ResponderEliminarCierto, el golpe trajo consecuencias, pero ¿qué somos sino una consecuencia directa de lo que otros hicieron?
Saludos sinceros.