domingo, 30 de octubre de 2016

48. Vestigios de un alma despoblada



             En una pequeña Galería de Arte, situada en un local camuflado entre dos edificaciones del siglo XIX construidas en piedra, un artista exponía su obra cerca de la calle Serrano:

                                 “Vestigios de un alma despoblada”, Jacobo Silex.
                                          Del 17 de Noviembre al 27 de Enero.

            Vi el cartel con el programa en la fachada de ladrillo visto, al detenerse el taxi en el semáforo, a pocos metros de la sala, mientras seguíamos a Marina, que conducía su propio vehículo, desde la mansión. 
            Llevaba varios días observándola sin que sospechara que mis ojos no se despegaban de ella  y de que las pequeñas orejas que albergaban mis oídos se proyectaban hacia su voz cada vez que se manifestaba, ignorando que merodeaba cerca.
            El resto de los miembros del servicio había bajado la guardia respecto de mí. No  temían las salidas fuera de tono ni mis excentricidades de niña bien. Mi candidez había vencido sus comprensibles reticencias de un ayer azaroso. María sostenía que cuando los recuerdos dejaran de morar en el país del olvido, otro gallo les cantaría, pero hasta que sucediese y si terminaba sucediendo, dejaría descansar al felino que se cobijaba en su interior. Me lo repetía con cierta frecuencia mientras me enseñaba a cocinar, apostillando como sentencia inamovible: “Acuérdese de mis palabras cuando el viento sople a su favor”.       
             Marina era la única que se mantenía impertérrita, a pesar de los meses transcurridos. Se limitaba a acatar órdenes, con miradas de soslayos y escueta en el vocabulario. Su desconfianza era evidente o tal vez en nuestro pasado había un vínculo doloroso para ella que no podía perdonarme, aunque mi conducta hubiera cambiado sustancialmente y en nada me asemejara al  boceto que entre todos me habían ayudado a confeccionar sobre mí misma.    
           Adentrarme en el entorno en el que Marina se movía fuera de su horario laboral, acortaría la distancia que se empeñaba en que nos separase, y la forma más eficaz de hacerlo, era introduciéndome en el mundo del espionaje, en el que ya había dado los primeros pasitos. En otros tiempos lo hubiera llamado fisgonear sin contemplaciones con el fin de localizar y clasificar de menor a mayor grado sus puntos débiles y utilizar la información obtenida, en caso necesario, en beneficio propio. Es Cintia no existía.
        Esperé montada en el taxi, a una distancia prudente de la verja de la finca, a que saliera rumbo a esa parcela de su vida que desconocía. Apoyada entre los asientos delanteros, pronuncié aquellas enigmáticas palabras con voz firme y contundente:
        -Siga a ese coche.

                                               
 


2 comentarios:

  1. Sigo yo sin confiar mucho en ese tal Roberto. Me da mala espina como todas tus anteriores amistades. Álejate de ellas. Lo mejor sería que te recluyeses en un convento para reflexionar y tratar de encontrarte a ti misma.

    Saludos concentrados

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  2. Amigo Uno:

    Tiene más razón que un santo.
    Por otra parte, ¿cree que sería beneficioso para las hermanitas de una congregación, tenerme como invitada?
    Como cambian las cosas, ahora pienso más en los demás que en mi misma.

    Saludos sinceros.

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