domingo, 22 de enero de 2017

56. La aldea



           María Antonieta era adorable.
            Mujer con criterio y un desarrollado concepto sobre la tranquilidad.
           A ella no le agradaban algarabía de palacio, muy al contrario gustaba de los sonidos con los que la naturaleza complacía sus oídos; del aire libre y no enclaustrado y turbio de Versalles; de la vegetación; de los colores brillantes; de los paseos por los jardines diseñados exclusivamente para ella en un paraíso hecho a la medida de sus deseos.
            Frente a mí, el pequeño Trianón se elevaba sobre su sencillez, delante de los jardines por los que anduve hasta llegar a la escalinata de acceso al palacio. Desde el patio, rodeando la construcción, me adentré en los jardines de la parte trasera que se extendían hasta la puerta de Saint-Antoine. Justamente en esa planicie, la reina dispuso que estuviera la Aldea.
           Tardé unos minutos en darme cuenta de que allí no había nadie excepto Étienne, al que había perdido de vista hacia un rato, y yo. Los lunes el Gran Trianón y el Pequeño Trianón permanecían cerrados al público, pero nosotros habíamos entrado por la puerta de la verja. Étienne conocía muy bien aquellos parajes.
            No soy impresionable, pero los Dominios de la reina, exaltó todos mis sentidos.
           Un lago, el Gran lago, rodeado por pequeñas construcciones normandas hacia las excelencias del lugar. Algunas de las casitas precedidas por jardines o huertos eran para disfrute de la reina y sus invitados, otras eran las moradas de los campesinos que se encargaban de abastecer el palacio con los cultivos del huerto y de los sirvientes que atendían a María Antonieta y sus amistades en las cenas celebradas en la galería o el molino.
           El color y el aroma lo proporcionaban las flores elegidas como ornamentos naturales: jacintos, alhelíes y geranios embellecían balcones y escaleras.
           Paseando por aquel edén particular la esposa de Louis XVI había sido feliz, lejos de las intrigas y tejemanejes de la Corte.
            Seguir a Étienne hasta allí desde la sala de los espejos, había merecido la pena solo por rodearme de tanta belleza.
            -Ici, ici.
           Una voz me extrajo de mi ensimismamiento. De rodillas al borde del lago jugueteaba con el agua que rozaban mis dedos. El calor había desaparecido hacía rato como su causante.
           A mi espalda estaba el molino, una pequeña edificación de dos alturas con ventanas blancas y mucho encanto. Me giré frotándome las manos con el agua que se secó sobre mi piel.
           Desde el balcón Étienne me enseñaba su dentadura perfecta iniciando el descenso. En cada peldaño una maceta ponía la nota de color.
           Nos reunimos al pie de las escaleras.
          Estaba tan exaltada que quería decirle lo maravilloso que me parecía el lugar y que nunca había visto nada que se le asemejara en hermosura, pero al abrir la boca me la cerró con la suya, inesperadamente.
            Me palpitó todo el cuerpo. Sus ojos eran asombrosos. Aquella criatura no era de este mundo pertenecía al mundo de los sueños personalizados. Los brazos que acaricié fuertes y poderosos no tenían nada que ver con los del marido al que había dejado tirado entre espejos. Olía a manzanilla.
           Cogidos de la mano con los dedos entrelazados como si hubiera entre nosotros el conocimiento y la intimidad de toda una vida, atravesamos uno de los dos arcos que separaban el molino del jardín y allí Étienne se convirtió en la criatura memorable que es.

 

 

2 comentarios:

  1. Que emocionante encuentro inesperado. Lugares remotos y desconocidos que te llevan a un viejo refugio amigo.

    Saludos hogareños

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  2. Amigo Uno:
    Cuan imprevisible es la vida, a veces con sorpresas malas y otras buenas con tintes afrancesados.

    Saludos sinceros.

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