Estaba en la puerta en que me había
dejado Popucho unos minutos antes cuando oí la voz de Étienne,
que con medio cuerpo por fuera de la ventana de la última planta del edificio,
me indicaba que subiera.
El chico guapo de Versalles vivía
en una buhardilla de treinta metros, color ocre y con dos ventanas verdes. En
la parte derecha, pegada a la pared, una cama que hacía las veces de sofá con
cojines encima y un taburete redondo de estructura metálica al lado con función
de mesita de noche sobre la que descansaba una revista y un despertador,
ocupaban el espacio.
Frente a la cama, del pomo de un armario empotrado de dos puertas, colgaba una
bufanda marengo. Entre la cama y el armario, una estantería rectangular con
varias baldas contenía libros y libretas de anillas ancha, del tamaño de un
folio.
En el lado izquierdo, a la entrada, detrás de una puerta corredera se
encontraba un minúsculo baño con plato de ducha y mampara biselada, y casi
ocupando la totalidad de la pared de la fachada, las encimeras de la cocina,
una nevera y una cómoda alta con cuatro cajones grandes.
Completaban el escaso mobiliario, en el centro, delante de la cocina, una mesa
grande y ancha de madera maciza y tres taburetes más.
No había cuadros o fotografías que le confinaran un carácter personal, pero no
me hubiera imaginado a Étienne viviendo en un sitio demasiado distinto
de aquel.
En Versalles no había deparado en ello, pues sus encantos, los visibles y
los que descubrí, distrajeron mi sentido de la observación, pero Étienne tenía un aire
bohemio que me gustaba.
Desde el rellano se percibía olor a comida. Empujé la puerta entreabierta y vi
a mi adonis particular ataviado con un delantal, con la Torre Eiffel iluminada
en la noche parisina sobreimpresa en la tela, ocupando la mitad de la mesa de
madera con una licuadora y varios recipientes. A su espalda, dos sartenes
desprendían aromas a tierra y mar.
Apagó la licuadora, me invitó a que me adentrara en su guarida y limpiándose
las manos en el paño que colgaba de su cintura, sus labios acariciaron
suavemente mis mejillas.
-Siéntate. La crème d’endives ya casi está.
Dejé el bolso sobre la cama y le tomé la palabra.
El
sonido de la licuadora nos enmudeció. La volvió a apagar, se giró hacia los
fogones y salteó su contenido con maestría.
María me había enseñado a preparar algunos platos sencillos, pero estaba a años
luz de desenvolverme en una cocina con la destreza que Étienne estaba mostrando
tener.
Me acerqué a los fogones. En una sartén había setas y champiñones cortados por
la mitad haciéndose con mantequilla. En la otra unas vieiras.
-Espero
que te guste el lenguado –abrió la puerta del horno. En su interior en una
bandeja de acero inoxidable, cuatro filetes de lenguado meunière
esperaban el golpe de calor para ser servidos espolvoreados con orégano-. Y
para el postre Farz- levantó la tapa de la quesera para mostrarme lo más
parecido a un flan con ciruelas en su interior, que aguardaba el momento de ser
degustado.
Nuestros ojos se encontraron. Étienne me gustaba. Bajé la mirada al
borde del sonrojo. Relacionarme con hombres no me cohibía, pero el que tenía
delante me hacía experimentar emociones desconocidas que me asustaban por lo
que podían significar.
-Todo tiene un aspecto delicioso.
-Esta
es mi mejor carta de presentación- desvió la vista hacia las sartenes apesadumbrado
por el mismo pensamiento que cruzaba mi mente. En el molino nos despojamos de
la ropa, para entregarnos a la lujuria, pero en su buhardilla estábamos a un
paso de despojarnos de artificios que enmascararan las realidades de nuestro
ser-. ¡Listo!
En la mitad de mesa que no estaba ocupada, extendí un mantel de franela rojo,
puse un servilletero, dos vasos y una jarra de agua que encontré sobre la
encimera. Étienne vertió la crema de endivias en dos cuencos blancos,
decorándola con los champiñones, las setas y las vieiras.
-En la nevera encontrarás una botella de vino blanco.
Llené los dos vasos.
Brindamos.
“Enamorarse es llegar juntos al mismo momento. Si uno sube por las escaleras y
el otro en ascensor, ser lo bastante rápido y lento para encontrarse cuando se
abra la puerta y pisar el suelo a la vez”.
Federico tenía razón.
Ya suponia yo que tu desmemorización era farsa. Teatro del malo para eludir responsabilidades. Si es que la mala hierba no muere, sale por otros sitios.
ResponderEliminarSaludos inquietos
Amigo Uno:
ResponderEliminarMi amnesia no fue fingida, pero debo reconocer que duró menos de lo que los demás pensaban.
Era necesario prolongar mi estado desmemoriado para llegar a la verdad.
Saludos sinceros.