“-¿Marité y tu sois…? –Federico se interrumpió antes de definir la relación que suponía a la propietaria del club nocturno que frecuentaba y al abuelo con una palabra que de ser la acertada, le dolería: amantes.
-Lo fuimos –el abuelo se apresuró a responder
para acortar el padecimiento que detectó en su amigo, entendiendo al mismo
tiempo que el vínculo que unía a Federico con la mujer que le presentó como su
esposa, no era tan poderoso como el que tenían ellos -. Confundí enamoramiento
con deslumbramiento y durante meses viví enamorado de una quimera. Marité jamás
sembró esperanzas en mí, fue muy clara conmigo. Le interesaba que
compartiéramos momentos íntimos pero sin complicaciones emocionales. Para ella
era sencillo separar el placer de los sentimientos, estaba acostumbrada a
hacerlo. Para mí no fue fácil y en cada encuentro que teníamos me enamorada un
poco más de ella –sonrió condescendiente-. Entonces no sabía que estaba
deslumbrado por todas esas cosas que desconocía y aprendía a su lado. Marité
fue mi instructora y al cabo de los años mi salvadora.”
En el mundo fantástico en que vivía no fui
consciente hasta que Federico nos desveló el encuentro con el abuelo en Tánger,
de que la guerra civil española, que por otra parte nunca me había interesado
porque me parecía un tema añejo que me
quedaba lejos, afectó a una parte de mi familia y el modo en que lo hizo les
fortaleció para salir adelante. Intuía que lo que el abuelo le contó a Federico
a continuación, fue la parte más desagradable de su existencia y no necesité
una cebolla cortada por la mitad, para que en los párpados inferiores de mis
ojos, apareciera una cortina de lágrimas, al imaginar las atrocidades a las que
tuvo que hacer frente él y todos aquellos que no tenían la posición
privilegiada de Federico.
“Debuté en Madrid, en el club que nos contrató.
Cuando vi a toda aquella gente, en su mayoría
hombres que nublaban el local de humo con sus cigarrillos encendidos, las
piernas me titubearon.
Era mayo de 1936. La situación política del país
era convulsa y había quienes aseguraban que la guerra iba a estallar en
cualquier momento.
Víctor me acompañaba al piano. Me gritó para que
reaccionara: “Vamos Lola, a ellos no les importa quién eres, solo lo que ven.
Dales lo que quieren”.
Las primeras notas empezaron a sonar. Estaba
paralizado en el escenario, temeroso de que la voz no me saliera del cuerpo…
“soy Lola, soy Lola, soy Lola” me repetí continuamente para convencerme de que Dado no estaba allí conmigo. El
regresaría a la mañana siguiente, pero la noche era de ella.
Los versos de la canción apagó las voces de
quienes me instaban a que empezara a cantar. Temblorosa, Lola entonó: “el día que nací yo, qué planeta reinaría.
Por donde quiera que voy, que mala estrella me guía…”
Lamento tu sufrimiento.
ResponderEliminarLa fortaleza aflora de la debilidad.
No tomo partido por Étienne si te manifiesto que merecía ser oído y tu merecías que te contara la verdad.
El temor te volvió sorda y a él le silencio.
El tiempo, amiga, su paso, curará tus heridas.
Un abrazo.
Querida Dahay, mil veces me he equivocado, pero las que más lamento tienen que ver con Étienne.
ResponderEliminarEl tiempo pasa, pero no sano. Merezco mis heridas, suyas son.
Un abrazo, corazón.