7.Fabergé

     

         Conservé el apartamento –obsequio de mis padres para que terminara la carrera de Historia del Arte- donde vivía de soltera antes de casarme por segunda vez. Allí me reunía con Alex, que alquiló un apartamento en el mismo edificio para que nadie nos relacionase, conscientes -más yo que él, que no se jugaba nada-  de que mis hijastros tenían cientos de ojos observándome para cogerme en un renuncio y hacerme salir de la mansión de su padre por la puerta del servicio.

           En uno de los encuentros le hablé del Fabergé que Federico tenía dentro de una urna de cristal, sobre un pedestal de mármol blanco, que no  pegaba en absoluto con ninguno de los muebles de madera envejecida del dormitorio. La urna estaba conectada a una alarma cuyo código que la desactivaba, Federico guardaba en la caja fuerte de la biblioteca, situada detrás de unas estanterías que se deslizaban por guías incrustadas en el parquet.  
           Solo existen sesenta y una piezas en todo el mundo, aunque la colección en su origen constaba de sesenta y nueve.  Se desconoce en manos de quien se encuentran algunos de los preciados huevos.
         Federico adquirió la pieza, perteneciente a un miembro de la alta burguesía rusa, según me contó en una ocasión sin profundizar demasiado en el asunto, en un viaje de negocios que hizo a Rusia. Se me antojaba un huevo normal y corriente, del tamaño de los huevos de pascuas de chocolate de 350  gramos, salvo que estaba decorado con brillantes, oro y piedras preciosas, cuyo valor en el mercado aumentaría poderosamente los caudales que Federico tiene en bancos suizos.
           A Alex se le agrandaron los ojos mientras le describía el huevo y un destello iluminó su rostro. En su boca apareció una sonrisilla malevola.