domingo, 27 de marzo de 2016

33. Intropección retroactiva


         La perplejidad asomó a mi rostro en menos de una mini milésima de segundo, lo que tardé en fruncir el ceño y abrir la boca como si acabara de ver a un monstruo verde echando una pasta amarillenta y viscosa por todos los orificios de su cuerpo poroso.
        Lo sabía todo… ¿todo, todo, empezando por dónde?
        No me caracterizo por tener una naturaleza nerviosa, más bien por todo lo contrario, mi actitud frente a la vida es relajada, pero las palabras de mi marido activaron en mi vientre unos movimientos gaseosos que me costó trabajo que no salieran a la superficie. Me recompuse en la butaca, con mi mano aún entre las suyas con unas enormes ganas de defecar y expulsar todo el aire que se había concentrado bajo el ombligo.
Recompuse la expresión de mi cara ruborizada. Si su todo era todo, todo, mi existencia podía virar sustancialmente. Con la confesión de mis actos –o la mayor parte de ellos, ni Federico era mi confesor, ni yo una acérrima creyente-, fruto de mi ingenuidad y torpeza esperaba ablandarle el corazón y que fuera condescendiente conmigo por lo que había sido inducida a hacer por un vividor profesional en cuyas garras había caído irremediablemente, dada mi juventud e inexperiencia en el mundo de los gansters. Pero mi esposo lo sabía todo. Empezaba a tenerle consideración e incluso en mi interior, allí donde los intestinos hacen su función, un resquicio de compasión estaba naciendo, pero su aplastante rotundidad solo dejaba espacio para quererle morder la mano que apresaba la mía.
-Eso facilitará las cosas… -aduje. Y me las complicaría a mí no permitiéndole el lugar adecuado a la inventiva.
Se produjo uno de esos silencios que se hacen eternos aunque solo duren unos segundos, que me sirvió para rescatar mi mano y pasármela por el cabello como si estuviera recolocando algún mechón en su sitio. Federico tomó la palabra… y lo hizo a bocajarro.
-¿Eres feliz en nuestro matrimonio?
No, no era feliz en mi matrimonio porque se estaba prolongando más de lo que había previsto y me sentía atrapada en una vida que me gustaba a ratos, cuando estaba fuera de la mansión y recuperaba las actividades de una joven de mi edad, pero después de haber estado tan cerca de perder al nonagenario, sentía remordimientos y no deseaba que emprendiera viaje tan largo.
-¡Por supuesto que he sido feliz!
Exageré la respuesta hasta el punto de sentir exasperación. Que dudara de mi puesta en escena era indignante. A lo largo de nuestra convivencia le había ofrecido un extenso abanico de sonrisas tiernas y cándidas palabras; le había deleitado con mi presencia y fingido, a las mil maravillas, que me complacía cuidar de él y que me preocupaba todo lo relacionado con su bienestar.
-¿Conmigo?
Otro silencio, esta vez provocado por la ausencia de palabras saliendo por mi boca. Me asomé a la ventana con los brazos cruzados sobre el pecho. Federico me miraba. Los San Bernardos corrían detrás de una mariposa blanca en el jardín que les tomaba el pelo suspendiéndose delante de sus hocicos y cuando estaban a punto de atraparla alzando el vuelo… pero que tontos eran.
Respecto a mi marido, quería llegar a alguna parte con su interrogatorio, lo que no me gustaba nada, porque suponía que tenía controlada la situación entretanto que yo me descontrolaba.
-No se es feliz todo el rato. Yo no lo soy todo el tiempo. Tu tampoco.
-Te equivocas, querida. Tu compañía me ha hecho feliz por las mañanas; tu costumbre de hablar mientras comemos sobre cosas insustanciales y banales; tu cara anodina cuando tenemos visitas; tu beso de buenas noches… A veces he llegado a pensar que me apreciabas.
Menuda bomba fétida soltó.
Me giré en su dirección como un resorte, con aire ofendido... Realmente lo estaba. ¿Cómo podía poner en tela de juicio mi afecto si solo le había mostrado caras amables? Con mucho esfuerzo eso sí.
- ¿Acaso no te lo he demostrado?
Hora de los reproches. La conversación podía considerarse nuestra primera discusión matrimonial. Unos minutos más y entraríamos en crisis.
-Has hecho lo que creías que tenías que hacer para complacerme… -Respiró variando el ritmo de su discurso hacia uno más lento-. Lo único que anhelaba es que las atenciones que me dispensabas salieran de tu corazón.
Me estaba enfadando y mucho. La conmiseración que había sentido por él tras su salida del hospital se estaba diluyendo.
-Si no te parecían sólidos mis sentimientos, deberías habérmelo hecho saber antes. Ahora no tiene sentido que hablemos sobre ello, cuando tenemos un tema más importante que tratar.
-Claro que tiene sentido, querida. Es el principio de una historia que no te gustará que te cuente.
-Empieza… Mi amor.
 

2 comentarios:

  1. El tal Alex, un crápula caradura. Federico apunta a ser un Rappel.

    Saludos premonitorios

    ResponderEliminar
  2. Amigo Uno:

    A Federico nunca se le escapa nada, por eso ha llegado a su edad con la mente intacta.

    Saludos sinceros.

    ResponderEliminar