-Querida, hay una mosca dentro de la urna.
Me
desperté sobresaltada y empapada en sudor.
Caminaba por un pasillo estrecho y
oscuro cuyo final parecía no existir. Me sentía perdida; atrapada entre dos
paredes que se estrechaban a mi paso obligándome a seguir adelante, sin la
posibilidad de volver atrás.
Aceleré
el ritmo.
Corrí
atravesando el negro más intenso que jamás había visto. Los colores te acogen,
te envuelven, te llenan de ellos cubriendo la piel de texturas suaves, a veces
ásperas y otras tan finas que apenas aprecias su tacto. Solo me acariciaba el
espacio.
El tiempo discurría sin discurrir.
Permanecía en el mismo punto, como si no me hubiera movido de un
mismo lugar, notando el cansancio en mis pesadas piernas de plomo y en el pecho
el peso de la desesperación.
Me detuve para tomar aire.
Tenía sed. Salivaba para hidratarme. Los caminos empiezan y terminan. Este no
podía ser la excepción.
Volví a correr, menos rápido de lo
que me hubiera gustado, presa de la rabia que produce la impotencia. Todo
esfuerzo tiene su recompensa. La mía era salir de aquel túnel o perecer en el
intento, entregando el último hálito de mi alma.
Algo inesperado ocurrió de pronto.
Me estrellé contra una pared, dando con las posaderas al suelo. El golpe
que me había dado en la frente no me dolía. Tanteé con manos
inquietas lo que impedía que siguiera mi camino. Una superficie barnizada
y lisa. Me levanté palpando el obstáculo que se interponía entre la huida y la
esperanza. Lo golpeé, lo empujé y se entreabrió un poco. Una ráfaga de cegadora
luz radiante me achinó los ojos. Empujé más fuerte hasta abrir del todo la
puerta blanca. Un prado verde, con árboles y flores se extendía a mis
pies. El cielo era celeste, mi color preferido de niña. Y el sol de un amarillo
muy brillante, bordeado por unos rayitos naranjas que lo envolvían por
completo.
Conocía el lugar. Cerca había un
lago con patos y nenúfares, y aunque no podía verse desde donde me encontraba,
también había una casita blanca con el tejado en forma de triángulo rojo a la
que se accedía a través de un camino de arena arbolado.
Extendí los brazos en cruz y
empecé a dar vueltas sobre mi misma con los ojos cerrados, sintiéndome plena.
La hierba me hacía cosquillas en los tobillos desnudos. Me tumbé sobre ella
riéndome a carcajadas. Aquel era mi lugar. Lo había creado a los diez años… Mi
lugar preferido, era un lugar inventado.
Entre la hierba sorprendí a Yuco
delante de mí mirándome con los ojillos acuosos. Mi carcajada se
trasformó en una sonrisa apagada sobre mí rostro. Al lado de Yuco cuatro
roedorcitos le seguían en fila india.
Yuco se sentó sobre la dos patas
traseras y juntó sus dos patas delanteras, entrelazando sus deditos rosados.
Agachó la cabeza en señal de respecto. Sus vástagos lo imitaron. Los tenía bien
enseñados. Los ojos se me empañaron de lágrimas. Yuco me estaba regalando
el momento más feliz de mi vida. Le hubiera acariciado, besado y jugado con su
descendencia, pero tenía que aprender a contenerme. Su tacto solo me causaría
dolor.
La
voz estentórea de Federico rompió el momento.
-Querida, hay una mosca dentro de la urna.
Curiosa esa cerveza que fabrican con trigo y no con cebada. Será eso lo que explica su insospechada influencia sobre la libido.
ResponderEliminarCuídate esa desmemoria y vigila la ingesta de bebidas espiritosas.
Saludos vaporosos
Amigo Uno:
ResponderEliminarEn Las Bahamas además de la cerveza de trigo, también se toma la de jengibre que es un poco más fuerte que la que ingirió Regina, afortunadamente.
Le agradezco sus buenos consejos.
Recibo un cordial saludo.