Regina se negó tajantemente a acompañarme a la exposición. Se lo propuse mientras le hacían un tratamiento iluminador de la tez, en un centro de estética al que yo también estaba abonada en mi anterior vida. Al día siguiente iba a cenar con un diseñador italiano al que conoció en la apertura de una tienda a la que asistió como it girl aficionada, y que me describió como un hombre de rostro anguloso, piel morena por el abuso de rayos uva, ojos profundos y tan oscuros como un mal presagio, labios del color de las frambuesas y pelo castaño claro escalado hasta el cuello con flequillo en forma de cortinas roccocó, que no sin gracia se echaba hacia atrás con la mano de dedos largos cargados de anillos de plata.
-Deberías aplicarte alguna hidratante en la cara. Tienes el cutis reseco y en pocos días se te despellejará como la piel de las patatas cuando hierven demasiado. Imperdonable para las fechas que se aproximan.
La esteticista asiática le extendía una pasta verdosa con suaves masajes insistiendo en la frente, nariz y barbilla, después de haberle impregnado la cara con un tónico rosa sobre un disco de algodón.
-Me voy a la exposición, y no porque estés horrenda con la cara verde y haya que tener redaños para mirarte dos veces, sino para irme a la cama esta noche con la sensación de haber hecho algo productivo hoy –me levanté de la butaca granate de cuero sintético colgándome el bolso como una bandolera-. No te empaches con los tortellinis.
-Al menos cenaré con un hombre de mi edad.
Me giré en su dirección dispuesta a partirle en dos mitades las gafas de Dior que descansaban en un buró junto a su bolso y luego pisotearlas hasta reducirlas a añicos, pero me contuve. El comentario cargado de maldad que profirió hería a todas las Cintias posibles contenidas en mí, pero la responsable de que iras ajenas atacaran mi punto flaco, era yo. Federico estaba siendo tan caritativo conmigo que no sabía cómo plantearle el divorcio. No merecía que le engañase ocultándole que quería dejar de ser su esposa, pero tampoco que le dañase al manifestárselo.
Dejaría pasar el tiempo, que para bien o para mal, beneficiaría a uno de los dos.
Tardé veinte minutos en llegar a la Galería en autobús desde el centro de estética en el que dejé a Regina embadurnada y visiblemente molesta.
        
Del mostrador del vestíbulo cogí un folleto con la descripción de los óleos que
se exponían.
           Una azafata me indicó la entrada a la sala a través de una tupida cortina
negra.En el interior, las paredes y el suelo también eran negros, contrastando con las columnas blancas y cuadradas, distribuidas con acierto por el local, y los focos luminosos incrustados en el techo.
Los cuadros exhibidos, algunos de ellos de las dimensiones de un mural callejero, reflejaban las emociones y los estados anímicos del alma a través de la pigmentación. Para ello el autor había utilizado dos técnicas: la primera consistía en salpicar de un solo color el fondo monocromo, común en todas las telas; la segunda técnica era más agresiva: había estrellado una brocha grande con furia, creando una explosión cromática entre el fondo, que representaba al alma y las emociones, representadas por las salpicaduras y los brochazos, como los estados por los que está transita.
Pasé por la desolación, la desidia, la tristeza, la impotencia, la frustración, la alegría, el entusiasmo, la esperanza, la ilusión, el deseo, la pasión, en un intenso viaje en que mi ánimo fue virando vertiginosamente hasta dejarme exhausta. Me entraron unas ganas enormes de llorar y otras de reír como si estuviera loca.
Respiré hondo delante del óleo celeste rociado por la blanca serenidad, notando como ésta equilibraba mis emociones. Hacía siglos que no me sentía tan bien después de haberme sentido tan mal.
La azafata del vestíbulo se me acercó con una afable sonrisa. Hasta entonces no me di cuenta de que vestía de negro en consonancia con la sala.
-Disculpe, me han entregado esto para usted.
Me dio la tarjeta de una academia de pintura. Licenciada en Historia del Arte jamás había sentido el más mínimo interés por la pintura y mucho menos por mancharme las manos con ella.
-¿Quién?
-Lo siento, no puedo facilitarle esa información -miró en rededor, cerciorándose de que nadie nos miraba y continuó hablando en voz aún más baja que la empleada al principio-. Alguien que está en la sala.
Se fue tan sigilosa como había llegado.
Unas veinte personas deambulaban por las emociones colgadas de las paredes, pero ninguna de ellas parecía haber deparado en mi presencia ni importarle que yo estuviera allí. Estaban demasiado abstraídas sintiendo cosas.
Me guardé la tarjeta en el bolsillo del abrigo restándole importancia. Probablemente algún profesor de pintura estaba interesado en captar alumnos para su escuela, creando un halo misterioso entorno al remitente de la tarjeta.

 
Parece que el cajón encerraba una cita con tú yo pasado. ¿Quién se espantará más de quién al reconocerse con otra esencia de ser? Espero que todos tus yoes acaben sanos y salvos.
ResponderEliminarSaludos atemporales
Amigo Uno:
ResponderEliminarLa parte negativa de lo "Yoes" como gusta de llamarlos, es que si son desconocidos, desconcierta encontrarlos. Todos pueden ser tan distintos...
Saludos sinceros y agradecidos.