domingo, 18 de diciembre de 2016

53. La academia




           Guardé la foto de Yuco en el bolso. Había muchas, pero elegí un primer plano en el que sus ojillos me suplicaban déjame ir. La enmarcaría al llegar a casa y la pondría sobre la mesita de noche.
            Las primeras horas de la tarde del invierno eran soleadas. Aun quedaban restos de la nevada caída días atrás sobre tejados y árboles, pero poco a poco los colores empezaban a dominar la ciudad.
            Al meter las manos en los bolsillos del abrigo para que entraran en calor, el tacto de una cartulina fría y suave me trajo a la memoria la exposición de Jacobo Silex.
            Saqué la tarjeta de la academia de pintura y leí la dirección. No quedaba lejos de la casa de los Van Heley de Haut, según comprobé introduciendo ambas direcciones en una aplicación del móvil. Una milésima de segundo me bastó para decidir que la curiosidad fuera guía de mis pies en las siguientes horas. Daría un paseo.
            Una puerta de hierro gris, propia de la entrada a un búnker, daba acceso a un amplio vestíbulo gris clarito, de cuyas paredes pendían óleos sin enmarcar, de colorida temática abstracta.
           El escaso mobiliario de la estancia se componía de un escritorio metálico con ordenador encendido y algunos papeles esparcidos por la superficie, una silla blanca con ruedas y una estantería del mismo material que el escritorio, ocupadas por archivadores rojos, azules y verdes, en una estudiada composición estética. Ni rastro de ser humano. Ni siquiera una maceta del tamaño de un perchero de pie, le confería al recinto el toque salvaje que las plantas llevan implícitas en su verdor.
            Me asomé al pasillo que se abría frente a la puerta de entrada. Al fondo vislumbré una sala con una ventana de grandes dimensiones cubierta por un estor blanco, precedida por dos habitáculos cerrados colindantes entre ellos. Lo recorrí dubitativa, temiendo que al paso me saliera de la nada un enorme monstruo marrón verdoso dispuesto a satisfacer su malevolencia tirándome con uno de sus horrendos pies al suelo y saltara sobre mí reiteradamente hasta convertirme en tinto de verano. Ver películas de terror por la noche es contraproducente cuando te conviertes en exploradora. Procedente de la sala se oía una voz femenina, cálida y armoniosa dando instrucciones.
           No sabía muy bien qué hacía allí, ni porque estaba llegando tan lejos. La curiosidad crecía y si no la satisfacía la frustración no tardaría en alcanzarme, causándome gran desesperanza.
          Entré en un aula rectangular en la que al menos quince personas, entre las que predominaba el sector femenino, reproducían en las telas que sostenían caballetes, situados en forma de semicírculo entorno a una plataforma lo que sus ojos asimilaban.
            Sigilosa me acerqué a uno de los alumnos, salvando las distancias para no distraerle. Plasmado sobre el lienzo, la figura inacabada de un hombre joven y desnudo, sentado en el extremo de un diván, cubierto el mueble con una sábana blanca que arrastraba por la tarima flotante, con las piernas ligeramente abiertas. Apoyaba su mejilla sobre la palma de la mano y el codo en la rodilla derecha, con la mirada extraviada. Inclinado hacia adelante, el brazo izquierdo descansaba en la pierna izquierda.
            Pasé de un lienzo a otro aturdida. Aquel rostro me era familiar. Esos ojos almendrados los había visto en otra parte, y ese cuerpo musculoso no me era del todo indiferente. La impaciencia fue en aumento. Algunos alumnos eran más precisos que otros en sus trazos, pero todos ellos habían captado una expresión conocida.
            Miré al frente y le vi.
           En ese momento en que mi presencia se hizo evidente al deshacerme de un poco discreto suspiro y todos me miraron, el modelo que pintaban desvío la vista hacia mí y me sonrío.
            Étienne.
 
 
 
 
 

 

2 comentarios:

  1. Estas hecha toda una sabuesa. Vigilancia constante en coche. Seguimiento de la sospechosa. Deber ser como ver Tele5, pero donde sólo hay una persona y te libras de los comentarios de los demás sobre lo que hace o deja de hacer esa persona, si exceptuamo todo aquello que pueda opinar el paciente y pobre socialmente taxista.

    Saludos pacientes

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  2. Amigo Uno;

    Debe saber que Popucho estaba encantado de acompañarme. Le invitaba a comer y le hacía feliz cada vez que terminaba la jornada y veía lo que marcaba el taxímetro.

    Saludos sinceros.

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