Guardé la foto de Yuco en el bolso. Había muchas, pero
elegí un primer plano en el que sus ojillos me suplicaban déjame ir. La
enmarcaría al llegar a casa y la pondría sobre la mesita de noche.
Las primeras horas de la tarde del invierno eran soleadas. Aun quedaban restos
de la nevada caída días atrás sobre tejados y árboles, pero poco a poco los
colores empezaban a dominar la ciudad.
Al meter las manos en los bolsillos del abrigo para que entraran en calor, el
tacto de una cartulina fría y suave me trajo a la memoria la exposición de
Jacobo Silex.
Saqué la tarjeta de la academia de
pintura y leí la dirección. No quedaba lejos de la casa de los Van Heley de Haut, según comprobé
introduciendo ambas direcciones en una aplicación del móvil. Una milésima de
segundo me bastó para decidir que la curiosidad fuera guía de mis pies en las
siguientes horas. Daría un paseo.
Una puerta de hierro gris, propia de
la entrada a un búnker, daba acceso a un amplio vestíbulo gris clarito, de
cuyas paredes pendían óleos sin enmarcar, de colorida temática abstracta.
El escaso mobiliario de la estancia se componía de un escritorio metálico con
ordenador encendido y algunos papeles esparcidos por la superficie, una silla
blanca con ruedas y una estantería del mismo material que el escritorio,
ocupadas por archivadores rojos, azules y verdes, en una estudiada composición
estética. Ni rastro de ser humano. Ni siquiera una maceta del tamaño de un
perchero de pie, le confería al recinto el toque salvaje que las plantas llevan
implícitas en su verdor.
Me asomé al pasillo que se abría frente a la puerta de entrada. Al fondo
vislumbré una sala con una ventana de grandes dimensiones cubierta por un estor
blanco, precedida por dos habitáculos cerrados colindantes entre ellos. Lo
recorrí dubitativa, temiendo que al paso me saliera de la nada un enorme
monstruo marrón verdoso dispuesto a satisfacer su malevolencia tirándome con
uno de sus horrendos pies al suelo y saltara sobre mí reiteradamente hasta
convertirme en tinto de verano. Ver películas de terror por la noche es
contraproducente cuando te conviertes en exploradora. Procedente de la sala se
oía una voz femenina, cálida y armoniosa dando instrucciones.
No sabía muy bien qué hacía allí, ni porque estaba llegando tan lejos. La
curiosidad crecía y si no la satisfacía la frustración no tardaría en
alcanzarme, causándome gran desesperanza.
Entré en un aula rectangular en la
que al menos quince personas, entre las que predominaba el sector femenino,
reproducían en las telas que sostenían caballetes, situados en forma de
semicírculo entorno a una plataforma lo que sus ojos asimilaban.
Sigilosa me acerqué a uno de los alumnos, salvando las distancias para no
distraerle. Plasmado sobre el lienzo, la figura inacabada de un hombre joven y
desnudo, sentado en el extremo de un diván, cubierto el mueble con una sábana
blanca que arrastraba por la tarima flotante, con las piernas ligeramente abiertas.
Apoyaba su mejilla sobre la palma de la mano y el codo en la rodilla derecha,
con la mirada extraviada. Inclinado hacia adelante, el brazo izquierdo
descansaba en la pierna izquierda.
Pasé de un lienzo a otro aturdida. Aquel rostro me era familiar. Esos ojos
almendrados los había visto en otra parte, y ese cuerpo musculoso no me era del
todo indiferente. La impaciencia fue en aumento. Algunos alumnos eran más
precisos que otros en sus trazos, pero todos ellos habían captado una expresión
conocida.
Miré al frente y le vi.
En ese momento en que mi presencia se hizo evidente al deshacerme de un poco
discreto suspiro y todos me miraron, el modelo que pintaban desvío la vista
hacia mí y me sonrío.
Étienne.
Estas hecha toda una sabuesa. Vigilancia constante en coche. Seguimiento de la sospechosa. Deber ser como ver Tele5, pero donde sólo hay una persona y te libras de los comentarios de los demás sobre lo que hace o deja de hacer esa persona, si exceptuamo todo aquello que pueda opinar el paciente y pobre socialmente taxista.
ResponderEliminarSaludos pacientes
Amigo Uno;
ResponderEliminarDebe saber que Popucho estaba encantado de acompañarme. Le invitaba a comer y le hacía feliz cada vez que terminaba la jornada y veía lo que marcaba el taxímetro.
Saludos sinceros.