domingo, 8 de enero de 2017

54. Étienne



 
 
      Etiénne es hierbabuena. Es una cascada de cincuenta metros que desaparece en un manantial de aguas verdes; es la luz del sol colándose entre las ramas de los árboles y el canturreo de los pajarillos anunciando su llegada. Etiénne es el cristal por el que se filtra el día; es la pureza del diamante sin pulir; la armonía; el sosiego; la paz. Etiénne, es quien da sentido a los instantes y los hace eternos; quien permanece sin estar y reaparece sin que se le espere. Etiénne lo es todo.
           Vale. Puede que recordara algunas cosas... Tal vez no había perdido tanto la memoria... Es decir, que mi olvido duró poco tiempo. Supongamos que unas horas. Quizás solo cincuenta y ocho minutos.
           ¿Qué más dan esas menudencias?
          ¡Era Étienne! ¡Mi adonis francés! Y estaba allí, desnudo delante de mí y de dieciséis personas más acostumbradas a verle solo con piel puesta, sonriéndome, mientras el corazón, el mío, practicaba el salto acrobático henchido de alegría y embargado por la emoción. Es absolutamente indescriptible la mezcolanza de sensaciones que me asolaron en un instante eterno. El corazón se me atragantó en la garganta y casi lo expulso en un acceso de tos.
            La profesora de pintura rompió la magia que nos trasladó a ambos al mundo fantástico en que las cosas aun pueden ser posibles.
           -¿Puedo ayudarla?
           Tardé unos segundos en apartar los ojos de aquella criatura memorable para mirar a la propietaria de la bata blanca que tenía al lado, y a la que no entendí cuando me habló porque todos mis sentidos estaban puestos en él.
           -¿Qué? ¿Perdón?
          La profesora miró hacia el reloj de pared, que marcaba las cinco menos dos minutos y luego paseo los ojos por sus alumnos.
           -Nos vemos pasado mañana, chicos.
           -Disculpe, no quería interrumpir la clase pero es que...
           Busqué a Étienne con la mirada, que de detrás del diván cogió un albornoz celeste que se puso mientras se dirigía hacia nosotras. Los estudiantes empezaron a abandonar el aula despidiéndose de la docente.
            -Comprendo... –dijo con rostro serio-. En media hora empezamos- le espetó al modelo, que ya había llegado hasta nosotras.
             Étienne me tomó de la mano y me llevó a uno de los cuartos cerrados del pasillo, un almacén, con estanterías y material para pintar. Allí me abrazó con fuerza. Sus brazos rodearon todo mi cuerpo. Las piernas empezaron a temblarme. Casi me cortó la respiración.
              Se separó de mí y puso las manos sobre mis mejillas. Su sonrisa perfecta me derretía. Versalles, Versalles, Versalles.
              -Has tardado mucho tiempo en venir. Pensé que ya no lo harías.
             No fueron precisas las palabras. Él era el responsable de que la tarjeta de la academia donde trabajaba llegara a mis manos. Sus ojos almendrados tenían el color de la canela salpicados de motitas verde oliva. Esos ojos que me habían inducido a ser desleal a mí marido… ¿o fue su cuerpo?
            Nos volvimos a abrazar.
            Cómo necesitaba aquel abrazo, y no porque proviniera de Étienne, sino porque alguien quisiera dármelo. Solo Gonzalo me abrazaba de ese modo en que los cuerpos se disipan, aferrándose a mí mientras yo trataba de apartarlo. Entre los brazos de Étienne estaba entendiendo que Gonzalo quería protegerme.
            No pudimos hablar mucho rato. La siguiente clase empezaría en pocos minutos. Sentados en una banqueta de madera, debajo de un perchero colgado de la pared de la que pendía su ropa, me contó que le impresionó verme llorar delante del óleo de “la desesperanza”, en la exposición.
            -La chica de Versalles era alegre, visceral, atrevida… No la hubiera imaginado llorando delante de una pintura. Verte en esa actitud me fascinó.
            -Tu tampoco eras muy diferente a mí entonces –le sonreí sintiendo vergüenza de mi conducta. Unos meses atrás le habría vuelto a seguir con los ojos cerrados sin importarme el dolor que pudiera sembrar a mí alrededor. Solo me preocupaba el bien que pudieran hacerme a mí.
             -Hace años nos encontramos en un mismo punto de nuestras vidas y ahora nos encontramos en otro distinto…  -se levantó y abrió un bolsillo de su mochila negra. Sacó una libreta pequeña de tapas blandas y un bolígrafo y escribió una dirección.- ¿Podemos comer mañana? No tengo que estar aquí hasta las seis.
           Me dio la hoja arrancada.
           -Mis circunstancias siguen siendo las mismas.
           Casada, pero con un hombre de noventa y seis años.
           -Pero tú y yo no lo somos. Quiero conocerte y no como ya sé que eres.
           Su propósito era poco halagüeño.
           La Cintia capaz de emocionarse delante de un óleo era tan instintiva como la que conoció a fondo. Su presencia me obligaba a recuperar mis orígenes y comportarme como quien no quería que fuese.
            En la puerta de la academia me dio dos besos y un abrazo que me supo a poco y que permaneció en mí hasta la ducha del día siguiente. Esa noche dormí con su olor  a manzanilla y soñé que caminaba sobre una alfombra de cristales sin pincharme los pies.

2 comentarios:

  1. Que bonito, que emoción. Una fiesta. Un celabración...
    Aunque no sé yo si el ganado que estás juntando da para mucha diversión. Espero que no pasé nada irremediable.

    Saludos intranquilos

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  2. Amigo Uno:
    Me distingo por ser una buena anfitriona. Los invitados guardaran en su memoria las reunión. No me cabe la menor duda.

    Reciba un sincero saludo.

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