domingo, 25 de junio de 2017

62. Historia del ayer




            -Eduardo y yo estudiamos en un colegio religioso de la Orden de los Misericordiosos. Sus padres eran los guardeses y vivían en la casita del patio delantero, reservada a los empleados que desarrollaban estas labores. Matías, se ocupaba también del jardín y Elvira ayudaba en la cocina y en la lavandería. Por las tardes planchaba en casas particulares.
            “El pater, como llamábamos al Padre Simón, máximo responsable de la congregación, un buen hombre al que el exceso de bondad para con quienes se encontraban en situaciones desfavorables, le llevó a la ruina, se empeñó en que Eduardo tuviera las mismas oportunidades que los demás y estudiara en el colegio, pese a su origen humilde. Esta circunstancia no fue del agrado de los padres de los alumnos, que no querían que sus hijos se mezclasen con personas que estaban por debajo de su nivel social, pero cuando el pater se proponía algo –una sonrisa nostálgica acudió a su rostro- lo conseguía y apelando a la misericordia y al corazón de buen fondo de los que mensualmente aportaban la asignación de sus hijos al centro, reblandeció las almas más importantes,  que se encargaron de convencer a las almas indecisas o cerradas de miras, de que la caridad que se practicaba el Señor la recompensaba llegado el día.”
            Elvira planchaba en casa dos veces por semana. Mi escaso interés por las materias que se impartían en las clases y los resultados negativos de lo poco aplicado que era, fueron fundamentales para que Eduardo, el hijo de los guardeses, tomara en mi vida un papel fundamental, que nadie podía imaginar entonces, ni yo mismo, hasta que punto lo sería al cabo de los años…”
            -Bufff  -Alex resopló más sonoramente de lo que le hubiera gustado acaparando la atención de los asistentes.
           -¿Algún problema, joven? –le preguntó Federico al tiempo que su trasero tomaba contacto con la butaca de orejas sobre cuyo brazo me sentaba.
           -Las historias familiares ajenas no son de mi incumbencia.  Debería marcharme para que arreglen sus cuitas en privado
           -¿Y las posesiones ajenas si lo son? –inquirió Federico con deje sarcástico.
          -Agradece que aún no hayamos dado parte a la policía de tus actividades delictivas –Intervino el hermano mayor.
           -No tienen pruebas.
          -Alex, no tientes a la suerte –le sugerí pensando en el cuaderno celeste con motivos plateados que guardaba en la cómoda.
           André y María salieron de la sala para ir a preparar café e infusiones. Marina y sus compañeras sirvieron canapés y pastas en las bandejas que iban pasando entre los convocados, repartidos en corrillos murmurantes.
            Brígida le tomó la tensión a Federico anotándola en la libreta que guardaba en el bolsillo del uniforme blanco. Le interrogué con la mirada, me confirmó del mismo modo que mi marido estaba bien. Respiré aliviada. El corazón de Federico acusaba las emociones fuertes, y el relato de pasajes de su vida, los más importantes, con total probabilidad, le estaban haciendo revivir un pasado que tenía muy presente, obstinado en no cedérselo al olvido.
           -¿Y a este elemento dónde le conociste? -quiso saber Gonzalo señalando con la barbilla a Alex.
           Se tomaba el segundo whisky.
           -En un crucero.
           -Estarías ebria…
            André entró con la tetera de café y la de agua caliente para las infusiones. María con tazas y el azucarero. Le pedí me sirviera uno.
            -Más o menos –André me trajo el café humeante. Le quité el vaso de whisky a Gonzalo que protestó por el improvisado gesto -. Gracias, Andrés. Llévese el vaso por favor –le di la taza de café a Gonzalo-. Tómate esto.
            -Recuerdas más cosas de las que admites…  –bebió un sorbo de café.
           Por toda respuesta la sonrisa de Monalisa ilustró mi tez y le dejé a solas dubitativo, para acudir al lado de mi marido.
            Habían transcurrido dos horas desde que estábamos confinados en la sala de te. La claridad de la tarde iba disminuyendo y las ramas del sauce llorón diseñaban zigzags en el aire.
           
           El asueto duró unos minutos más antes de que Federico retomara la palabra.
           “El Padre Simón aconsejó a mi padre, preocupado por mi falta de disciplina en los estudios, que estudiara con un compañero después de las clases, con el fin de que encontrara la motivación necesaria para asumir las asignaturas en las que no destacaba, convencido de que compartiendo dudas, salvaría escollos. Le habló de Dado, el alumno más brillante del colegio, de la buena influencia que ejercería sobre mí y de los buenos hábitos que adquiriría si le frecuentaba.
           Fue así como tu abuelo –me miró con ternura y nostalgia-, Dado, empezó a venir los martes y los jueves con Elvira, los días que planchaba en casa.
           Su presencia me incomodaba e incordiaba, pero esto fue al principio, cuando no le conocía más que de coincidir en el mismo curso.
           Dado era un niño apocado y silencioso, excesivamente diligente, que no se relacionaba con los compañeros y que en el recreo prefería ayudar a sus padres en sus labores o leer un libro en un banco apartado del patio, a unirse a nuestros juegos burgueses. Pasaba por la vida sin hacer ruido y distinguía bien su mundo del nuestro. Entre todos le pusimos el sobrenombre de “el muermo”.
             Los años cambiaron al abuelo. El hombre que me compraba dulces y golosinas cuando íbamos al parque,  era alegre, vivaz y un gran conversador. Distaba mucho del niño que Federico describía.
             Por mi madre, su hija, sabía que su vida no fue fácil durante un periodo de tiempo, como no lo fue la de nadie durante la guerra civil, pero cada vez que intentaba ahondar en los detalles de esa parcela tan desconocida del abuelo, mi madre cambiaba bruscamente de tema, manteniendo el misterio en torno a la figura de su padre.
           “Hacíamos los deberes juntos. Cuando revisaba los míos, siempre formulaba la misma pregunta: ¿por qué?
            -¿Por qué, qué?
            -Detrás de las respuestas y las soluciones hay un razonamiento, ¿cuál es el tuyo?
            -No lo sé. He escrito lo primero que se me ha ocurrido y pensaba que era lo correcto.
            -¿Por qué no analizas las preguntas y problemas para comprenderlos bien y pensar en su resolución?
            -Porque es una pérdida de tiempo y me aburre –le desafié con la mirada. Una ráfaga de calor me subió por el esófago hasta terminar en la cara-. Tú eres aburrido y repelente porque crees saberlo todo, pero solo eres el hijo de los guardeses. Eres un muermo.
            -¿Por qué?
           -¿Por qué, qué? –me encendí como una mecha y exploté. Le chillé con la ira coloreándome de carmesí las mejillas y tiré los libros y cuadernos de encima de la mesa con el brazo en un gesto de ira incontrolado. Estaba fuera de mi.
           Elvira y Dorita, una de las sirvientas, acudieron alarmadas por mis gritos y por el estruendo de los libros cayendo contra el suelo, a la sala donde estudiábamos y se detuvieron delante de la puerta. Mi padre llegó al rato procedente de su despacho. La escena que tenían delante era la de dos niños de once años frente a frente.
           -¿Por qué temes razonar? ¿Por qué no te atreves a descubrir cuáles son tus capacidades y asumir tus limitaciones? ¿Por qué te mantienes en la inopia y no explotas tus habilidades? ¿Por qué con las facilidades que tienes no te labras un futuro en lugar de esperar heredar el de tu padre? Si a fin de cuentas resulta que eres un memo, sabrás rodearte de tunantes que te adularan, pero si no lo eres, estarás desaprovechando la oportunidad de utilizar todos tus recursos para hacer cosas grandes.  
           -Dado, ya basta –la voz de su madre sonó suplicante. Su trabajo corría peligro.
           Mi padre la tranquilizó con la mirada.
           Se acercó a nosotros y me puso la mano sobre el hombro.
           -Quiero que vengas todos los días.”

 
 
 






2 comentarios:

  1. Ay, ay, ay. Ahora acosando a un policia y su familia. Alterando la vida de una servidora de las ley y ordén. Esto cada vez va a peor.

    Saludos temerosos

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  2. Amigo Uno:

    Nada más lejos de la realidad.
    Averiguar es concederse herramientas adecuadas para ayudar a los demás.

    Saludos sinceros.

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