“El
pater, como llamábamos al Padre
Simón, máximo responsable de la congregación, un buen hombre al que el exceso
de bondad para con quienes se encontraban en situaciones desfavorables, le
llevó a la ruina, se empeñó en que Eduardo tuviera las mismas oportunidades que
los demás y estudiara en el colegio, pese a su origen humilde. Esta
circunstancia no fue del agrado de los padres de los alumnos, que no querían
que sus hijos se mezclasen con personas que estaban por debajo de su nivel
social, pero cuando el pater se
proponía algo –una sonrisa nostálgica acudió a su rostro- lo conseguía y
apelando a la misericordia y al corazón de buen fondo de los que mensualmente
aportaban la asignación de sus hijos al centro, reblandeció las almas más
importantes, que se encargaron de
convencer a las almas indecisas o cerradas de miras, de que la caridad que se
practicaba el Señor la recompensaba llegado el día.”
Elvira
planchaba en casa dos veces por semana. Mi escaso interés por las materias que
se impartían en las clases y los resultados negativos de lo poco aplicado que
era, fueron fundamentales para que Eduardo, el hijo de los guardeses, tomara en
mi vida un papel fundamental, que nadie podía imaginar entonces, ni yo mismo,
hasta que punto lo sería al cabo de los años…”
-Bufff -Alex resopló más sonoramente de lo que le
hubiera gustado acaparando la atención de los asistentes.
-¿Algún
problema, joven? –le preguntó Federico al tiempo que su trasero tomaba contacto
con la butaca de orejas sobre cuyo brazo me sentaba.
-Las
historias familiares ajenas no son de mi incumbencia. Debería marcharme para que arreglen sus
cuitas en privado
-¿Y
las posesiones ajenas si lo son? –inquirió Federico con deje sarcástico.
-Agradece
que aún no hayamos dado parte a la policía de tus actividades delictivas
–Intervino el hermano mayor.
-No
tienen pruebas.
-Alex,
no tientes a la suerte –le sugerí pensando en el cuaderno celeste con motivos
plateados que guardaba en la cómoda.
Brígida le tomó la tensión a Federico anotándola en la libreta que guardaba en
el bolsillo del uniforme blanco. Le interrogué con la mirada, me confirmó del
mismo modo que mi marido estaba bien. Respiré aliviada. El corazón de Federico
acusaba las emociones fuertes, y el relato de pasajes de su vida, los más
importantes, con total probabilidad, le estaban haciendo revivir un pasado que
tenía muy presente, obstinado en no cedérselo al olvido.
-¿Y a este elemento dónde le conociste? -quiso saber Gonzalo señalando con la
barbilla a Alex.
Se tomaba el segundo whisky.
-En un crucero.
-Estarías ebria…
André entró con la
tetera de café y la de agua caliente para las infusiones. María con tazas y el
azucarero. Le pedí me sirviera uno.
-Más o menos –André me trajo el café humeante. Le quité el vaso de
whisky a Gonzalo que protestó por el improvisado gesto -. Gracias, Andrés.
Llévese el vaso por favor –le di la taza de café a Gonzalo-. Tómate esto.
-Recuerdas más cosas de las que admites… –bebió un sorbo de café.
Por toda respuesta la sonrisa de Monalisa ilustró mi tez y le dejé a solas
dubitativo, para acudir al lado de mi marido.
Habían transcurrido dos horas desde que
estábamos confinados en la sala de te. La claridad de la tarde iba disminuyendo
y las ramas del sauce llorón diseñaban zigzags en el aire.
El asueto duró unos minutos más antes de que Federico retomara la palabra.
“El Padre Simón aconsejó a mi padre, preocupado por mi falta de
disciplina en los estudios, que estudiara con un compañero después de las
clases, con el fin de que encontrara la motivación necesaria para asumir las
asignaturas en las que no destacaba, convencido de que compartiendo dudas,
salvaría escollos. Le habló de Dado, el alumno más brillante del
colegio, de la buena influencia que ejercería sobre mí y de los buenos hábitos
que adquiriría si le frecuentaba.
Fue
así como tu abuelo –me miró con ternura y nostalgia-, Dado, empezó a
venir los martes y los jueves con Elvira, los días que planchaba en casa.
Su presencia me incomodaba e incordiaba, pero esto fue al principio, cuando no
le conocía más que de coincidir en el mismo curso.
Dado era un niño apocado
y silencioso, excesivamente diligente, que no se relacionaba con los compañeros
y que en el recreo prefería ayudar a sus padres en sus labores o leer un libro
en un banco apartado del patio, a unirse a nuestros juegos burgueses. Pasaba
por la vida sin hacer ruido y distinguía bien su mundo del nuestro. Entre todos
le pusimos el sobrenombre de “el muermo”.
Los años cambiaron al abuelo. El hombre que me compraba dulces y golosinas cuando
íbamos al parque, era alegre, vivaz y un gran conversador. Distaba mucho
del niño que Federico describía.
Por mi madre, su hija, sabía que su vida no fue fácil durante un periodo de
tiempo, como no lo fue la de nadie durante la guerra civil, pero cada vez que
intentaba ahondar en los detalles de esa parcela tan desconocida del abuelo, mi
madre cambiaba bruscamente de tema, manteniendo el misterio en torno a la
figura de su padre.
“Hacíamos los deberes juntos. Cuando revisaba los míos, siempre formulaba la
misma pregunta: ¿por qué?
-¿Por qué, qué?
-Detrás de las respuestas y las soluciones hay un razonamiento, ¿cuál es el
tuyo?
-No
lo sé. He escrito lo primero que se me ha ocurrido y pensaba que era lo
correcto.
-¿Por qué no analizas las preguntas y problemas para comprenderlos bien y
pensar en su resolución?
-Porque
es una pérdida de tiempo y me aburre –le desafié con la mirada. Una ráfaga de
calor me subió por el esófago hasta terminar en la cara-. Tú eres aburrido y
repelente porque crees saberlo todo, pero solo eres el hijo de los guardeses.
Eres un muermo.
-¿Por qué?
-¿Por qué, qué? –me
encendí como una mecha y exploté. Le chillé con la ira coloreándome de carmesí
las mejillas y tiré los libros y cuadernos de encima de la mesa con el brazo en
un gesto de ira incontrolado. Estaba fuera de mi.
Elvira
y Dorita, una de las sirvientas, acudieron alarmadas por mis gritos y por el
estruendo de los libros cayendo contra el suelo, a la sala donde estudiábamos y
se detuvieron delante de la puerta. Mi padre llegó al rato procedente de su
despacho. La escena que tenían delante era la de dos niños de once años frente
a frente.
-¿Por
qué temes razonar? ¿Por qué no te atreves a descubrir cuáles son tus
capacidades y asumir tus limitaciones? ¿Por qué te mantienes en la inopia y no
explotas tus habilidades? ¿Por qué con las facilidades que tienes no te labras
un futuro en lugar de esperar heredar el de tu padre? Si a fin de cuentas
resulta que eres un memo, sabrás rodearte de tunantes que te adularan, pero si
no lo eres, estarás desaprovechando la oportunidad de utilizar todos tus
recursos para hacer cosas grandes.
-Dado,
ya basta –la voz de su madre sonó suplicante. Su trabajo corría peligro.
Mi padre la tranquilizó con la mirada.
Se
acercó a nosotros y me puso la mano sobre el hombro.
-Quiero que vengas todos los días.”
Ay, ay, ay. Ahora acosando a un policia y su familia. Alterando la vida de una servidora de las ley y ordén. Esto cada vez va a peor.
ResponderEliminarSaludos temerosos
Amigo Uno:
ResponderEliminarNada más lejos de la realidad.
Averiguar es concederse herramientas adecuadas para ayudar a los demás.
Saludos sinceros.