domingo, 23 de julio de 2017

65. La marcha



Federico arrastró al abuelo por el corredor hasta una puerta blanca que abrió con el ímpetu de una ráfaga de viento.
             En el centro de la habitación una maqueta ocupaba gran parte del espacio.
             Un tren aguardaba en la estación a que el jefe levantara la bandera para iniciar la partida. En el trayecto atravesaría una ladera verde plagada de flores silvestres de colores; ascendería una montaña alta; rodearía otra de tamaño similar; cruzaría un puente de hierro sobre las claras aguas de un rio; pasaría por debajo de un oscuro túnel; y en el último tramo, un valle con ovejas pastando antecedería al pueblo.
            El abuelo se quedó ensimismado con aquella reproducción en miniatura. Federico lo puso en marcha y fue entonces cuando al abuelo se le iluminó la cara viendo como el tren recorría aquellos paisajes. Al detenerse la locomotora en la estación, Federico desenganchó un vagón y se lo dio al abuelo, que lo cogió estudiando su estructura.
            -Es tuyo.
            El rostro del abuelo se ensombreció.
            -No puedo quedármelo –se lo tendió a Federico.
            -Claro que puedes. Quiero que lo guardes y que cada vez que lo mires, sepas que tienes un amigo en mí.
            El abuelo apretó el vagón en sus manos, agradeciéndole el gesto con la mirada.
           “Pasaba los veranos en la casa que mi familia tenía en San Sebastián. Allí nos reuníamos con mis tíos y mis primos y recibíamos visitas de amistades de Madrid que se instalaban con nosotros unos días.
            Al regresar aquel año, lo primero que hice fue correr al colegio para ver a Dado y contarle algo maravilloso que me había pasado. Le echaba de menos durante el verano y me hubiera gustado que compartiera conmigo juegos y conversaciones. A veces cuando hacíamos carreras para medir nuestra velocidad y resistencia en la playa, pensaba en lo mucho que le hubiera gustado a Dado correr por la arena, sumergirse en el agua y nadar hasta la primera boya. Dado nunca había visto el mar y cuando le hablaba de él me escuchaba con atención. En la verja de entrada al patio delantero, un hombre al que desconocía arreglaba la cerradura. De ese tipo de tareas se encargaba el padre de Dado, pero debía estar ocupado en el jardín.
            Saludé al hombre y le pregunté si el Padre Simón se encontraba en el colegio.
            Me contestó que sí y dejó que accediera al patio. Por las ropas que llevaba debió imaginarse que era un alumno.
             Me dirigí a la casa de los guardeses con la mirada del hombre clavada en el cogote. Desde que había entrado no la había apartado de mí.
             Me extrañó que la puerta estuviera cerrada. Elvira siempre la tenía abierta. La golpeé con los nudillos llamando a Dado. Nadie respondió a mi insistencia. El hombre de la verja se me acercó con el ceño fruncido.
             -¿Puedo ayudarle?
             -Busco a Dado. Vive aquí con sus padres.
El hombre se arrascó la cabeza con cara circunspecta.
             -Debe referirse a los antiguos guardeses. Ellos se marcharon hace dos meses y ahora yo ocupo su puesto.
La desazón me invadió de inmediato. En junio nos habíamos despedido hasta Septiembre como otras veces, pero esta vez la despedida parecía definitiva. Dado era mi mejor amigo y nunca me había pasado por la mente la posibilidad de que dejáramos de vernos para siempre.
Le necesitaba en mi vida.

“El padre Simón me recibió con un abrazo en su despacho. Le pareció que estaba más alto y se interesó por las vacaciones. Mi altura seguía siendo la misma, pero algo en mí había variado, me había enamorado. Fui escueto en la respuesta: “Satisfactorias, padre Simón”.
            El deje automatizado que percibió en mi voz y mi actitud apocada le hizo sospechar la razón de mi visita. Me indicó con un movimiento de mano que tomara asiento frente a él, al otro lado del escritorio.
            -Por la cara que traes veo que te han informado de la marcha de Eduardo. Hubiera preferido hacerlo yo mismo.
            Las palabras del religioso destilaban la certeza que me había negado hasta el momento, alimentando la idea de que hubiera un error. Dolían como mil cuchillos clavándose en la piel. Se me hizo un nudo en la garganta y habría llorado si los hombres de aquella época lo hicieran cuando debían, pero los de verdad, jamás mostraban su debilidad y mucho menos en público y yo casi era uno de ellos. Reprimí las lágrimas.”
            Federico no solo no lloró en el despacho del director del colegio, tampoco lo hizo delante de nosotros, esforzándose porque los recuerdos no cayeran por sus mejillas como agua salada. 
             La apocalíptica recordó que ese verano sus padres se conocieron. Juanibel era hija de uno de los socios del padre de Federico, al que había invitado junto a su familia a pasar unos días en la casa de San Sebastián.
             “-¿Dónde ha ido?
             -Al norte. Su abuelo ha enfermado y sus padres se van a ocupar de la pequeña quesería que regentaba.
              Sonreí levemente al imaginar a Dado delante del Cantábrico. Sus padres habían nacido y se habían criado en una aldea asturiana marítima. A menudo me hablaba de su intención de conocer a sus abuelos y el mar: “Algún día volveré a la tierra que vio partir a mis padres y me reencontraré con mis raíces frente al mar”.
              El padre Simón abrió el primer cajón del escritorio y extrajo una cuartilla doblada por la mitad.
               -Me pidió que te entregará esto.
              Desplegué la cuartilla con dedos nerviosos propios de la ansiedad que estaba experimentando. Una reproducción exacta del vagón que le había regalado acompañaba unas  líneas manuscritas de envidiable caligrafía:
               “La amistad no conoce barreras. Hasta pronto, amigo.”

 

2 comentarios:

  1. Uys, me temo que lo próximo puede pertenecer a un episodio de "Caminando entre dinosaurios". Si los hijos de Federico son viejos, si Federico, evidentemente, lo es más, ya sólo faltaba tu abuelo que debió ser colega de Tutankamon.

    Eso sí, entre tanto viejales al menos ha sacado un buen pellizco.

    Saludos rancios

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  2. Amigo Uno:

    Le aclaro que Tutakamon es anterior al nacimiento del abuelo y que los dinosaurios se extinguieron años antes de que el hombre evolucionara, por lo que no coincidieron en tiempo ni espacio.
    Espero haber resuelto su confusión satisfactoriamente.

    Saludos sinceros.

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