Abrí el cajón donde guardaba los paños de cocina
y los manteles individuales para poner la mesa. Étienne daba los últimos toques al Magret de canard, con su
inseparable delantal de la torre Eiffeel.
Meses atrás me había regalado uno con la
catedral de Notre Dame sobre el Sena serigrafiada,
ascendiéndome de torpe en la cocina a pinche poco hábil en artes culinarias y
mientras me lo anudaba a la cintura, me contó una historia.
-Assetou
y Louane se amaban desde niños. Él era el hijo del señor del castillo para el
que los padres de Louane servían y
más tarde lo haría ella también. Su amor
era imposible porque pertenecían a estamentos sociales diferentes, pero esto a
ellos no les importaba. Nadie puede detener el amor cando llega como un
vendaval y arrastra todo cuanto hay en un ser –fueron sus palabras cuando me
puso el delantal.
“Assetou
y Louane se encontraban a escondidas,
ocultando su amor incluso a sus más allegados.
El padre de Assetou
arregló su matrimonio con una joven heredera a la que conocería el día del
enlace. El joven se negó en rotundo a seguir los designios del padre y cuando
éste le preguntó cuál era el origen de su negativa, Assetou confesó que estaba enamorado sin desvelar el nombre de la
amada.
-Hazla tu amante si en tan alta
estima la tienes, pero no permitiré desplante de tal envergadura a tu futura
esposa y madre de mis nietos”.
El padre puso todos los ojos del
castillo a su servicio y pronto averiguó que la identidad de la joven por la
que su hijo se había rebelado contra sus planes pertenecía a una sirvienta y
resolvió casarla con un pastor.
Louane
se desesperó al conocer la trágica noticia. Sabía que su amor con Assetou no era posible y que el día que
se cumpliesen sus destinos no estaba lejos, pero prefería dejar de existir a
que un hombre al que no quería la mancillara.
-¿Me amas?
-Hasta el infinito.
-Nuestro amor será eterno.
La noche anterior a la boda de Louane con el pastor, escaparon juntos.
Fueron a la Isla de la Cité y
subieron a una de las torres de la catedral del Notre Dame. Desde allí, la luna llena les parecía más próxima. Ella
era testigo de su amor, y al despuntar el alba lo sería de su perpetuidad.
Con las primeras horas rosadas, se
miraron, lloraron y repitieron una y otra vez cuanto se amaban. Se levantaron
de la fría piedra que les había servido de lecho nupcial y caminaron con las
manos unidas hacia el borde de la torre. Entrelazaron los dedos con fuerza,
aferrándose el uno al otro y dibujándose una sonrisa en los labios, con los
ojos henchidos de amor, pronunciaron al unísono las últimas palabras antes de
que el Sena les acogiera en su seno: hasta
el infinito.
Encontré varios recortes de prensa
con la noticia de mi boda en la que aparecíamos en fotos Federico y yo, en el
fondo del cajón donde no hallaba los manteles. El delantal que llevaba puesto
era un mal presagio de nuestro amor.
-Los guardé en el cajón de abajo –dijo Étienne distraído con el pato y ajeno a
mi hallazgo -. ¿Los ves?
Afirmé con la cabeza y un “sí”
inaudible. Mi ilusión acababa de tirarse de Notre
Dame al Sena. Étienne tenía
motivos para acercarse a mí. Los mismos que Alex: la fortuna de mi marido.
Dado. Con ese nombre tu abuelo se tenía que haber dedicado al juego. Hubiese sido muy propio. Razón tenían de tratarle de muerto, repelente añadiría yo.
ResponderEliminarSupongo que el karma también aplica a nivel familiar y a la segunda generación apareciste tú para compensar todo lo que era el abuelo Dado.
Saludos instuctivos
Amigo Uno:
ResponderEliminarEn manera alguna el abuelo era repelente, al contrario su magnetismo atrapaba.
Desafortunadamente ningún miembro de la familia ha heredado su carisma.
Le aseguro que hubiera hecho buenas migas con él.
Saludos sinceros.