Me senté en el alféizar de la ventana que daba al jardín.
Desde primera hora de la mañana me esforzaba en que todo lo concerniente a Étienne
me resbalase por la piel como gotas de lluvia deslizándose por una superficie
lisa. Procuraba ser fuerte. No permitirle que ocupara un solo segundo mis pensamientos,
pero mis pensamientos llevaban su nombre. Sin querer escribí con el dedo, en el
vaho que exhalé por la boca sobre el cristal de la ventana, la palabra maldita,
como si fuera uno de los lienzos para los que él posaba su desnudez.
-Si es el hombre por el que sufres, te está bien empleado.
La silueta de Gonzalo apareció reflejada en el vidrio al mismo tiempo que
Étienne desaparecía de él. Me traía un sándwich de pavo en un plato, de los
muchos que María había preparado en la cocina siguiendo instrucciones de André.
Cogí el plato mirando el triangulo de pan de molde integral sin mucho apetito.
Reprimí las náuseas que la comida a veces me daba en los últimos días.
-Si no tienes hambre con las horas que llevamos aquí, tu sufrimiento supera mis
expectativas.
-No malgastes el tiempo intentando hallar un resquicio de humanidad en mí. Soy
tan despiadada que disfruto de la vulnerabilidad de los demás. Me alimento de
su fragilidad. Entre mis defectos no se encuentra la empatía.
-¿Es
lo que te han contado?
-De forma sutil para no herirme…-dejé el plato con el sándwich a un lado del
alféizar-. En la reconstrucción de mi misma he llegado a la conclusión de
que soy nociva. No tengo corazón. No siento. No padezco.
-Pero encontraste a Étienne y eso cambia las cosas… ¿Es el mismo Étienne
de Versalles?
Un repentino calor me ardió en las
mejillas desbocándome el corazón. Las ganas de vomitar volvieron, producto del
nerviosismo que la pregunta de Gonzalo había desencadenado. Mi cuerpo era una
olla con agua rompiendo a hervir en su interior.
Gonzalo continuó hablando consciente de mi inquietud.
-Amnésica o no, escribes los nombres de tus amantes sobre cualquier superficie
–se sentó frente a mí poniendo mi sándwich sobre su plato.- Al poco de volver
de París, el último fin de semana que pasamos juntos después de que me
pidieras el divorcio, en la mantequilla escribiste un nombre: Étienne
–soltó una carcajada irónica-. La tostada se me hizo una pasta seca en la boca
que escupí. Lo hubiera hecho en tu cara –se arrepintió al instante del
comentario proferido y agachó la cabeza. Gonzalo era pura elegancia-. Hice
conjeturas y todo empezó a encajar. Tu desaparición en Versalles, un guía
llamado Étienne… La sala de los espejos, donde os vi por última vez…
Años pensando que Gonzalo aquel día no se enteraba de nada, absorto en su mundo
contemplativo, y leyó el nombre de Étienne en la tarjeta que le
identificaba como guía, pendida de su camiseta, justo encima del corazón en el
que no había sabido quedarme.
De fresco en fresco vamos.
ResponderEliminarAhora resulta que Federico también fue un fresco que ahora está rancio. Menos mal que no lo conociste cuando él era joven.
Saludos exuberantes
Amigo Uno:
ResponderEliminarFrescos hemos sido todos alguna vez cuando la juventud nos acompañaba.
Federico siguió el dictado de su corazón. No se puede luchar contra gigantes de arena.
Saludos sinceros.