domingo, 3 de diciembre de 2017

76. Gonzalo y Cintia




La cocina de la casa que los padres de Gonzalo nos regalaron con motivo de nuestro enlace matrimonial, para que iniciáramos en ella una vida en común que duró un suspiro, era espaciosa, de diseño, con muebles en wengué y tiradores grises, tendencia en aquellos años, y electrodomésticos en acero inoxidables.
En el  centro una isla con vitrocerámica incrustada y encimeras negras en silestone, sobre las que se podía comer, ocupaba parte de la estancia.
Prefería hacer las comidas en el salón y no donde las haría el servicio de cualquier casa, pero aquel fin de semana, en el que la tensión masticada dejaba un sabor amargo desagradable, lo que menos me apetecía después de haber dormido a pierna suelta y levantarme fresca como una manzana, era cruzarme con mi marido y su cara de pocos amigos, al que las bolsas bajo los ojos favorecían nada y envejecían considerablemente, decidí desayunar en la cocina.
 Removiendo el café con leche que hice solita, sin ayuda de nadie, siguiendo las instrucciones del manual de la cafetera que encontré rebuscando en uno de los cajones, en las circunferencias que dibujaba con la cuchara, vi a Étienne.
Tenía que haberle pedido el teléfono para vernos en el siguiente viaje que hiciera a París y profundizar en un conocimiento más exhaustivo. Nuestro encuentro era lo mejor que me había pasado en varios meses y me supo a poco.
Mis recuerdos se desvanecen. No sé en qué instante cogí el cuchillo, pero me di cuenta de que estaba escribiendo su nombre en la mantequilla en la segunda n  de su nombre.
Gonzalo entró en la cocina envuelto en un aire solemne que no hacía justicia a su nobleza. Cerré la terrina apresuradamente. Se sirvió un vaso de zumo de melocotón de la nevera y con indiferencia, se marchó. No volví a pensar en la mantequilla hasta que Gonzalo me lo recordó aquel día.
-Cuando te encerraste en el dormitorio me preparé unas tostadas. No había dormido nada, estaba cansado y decepcionado. Al destapar la terrina, vi escrito su nombre en la mantequilla. Al principio pensé que era uno de los crueles jueguecitos que practicabas para divertirte, pero  pronto sentí el peso de la traición sobre los hombros. Me destrozaste.
Gonzalo rememoraba aquel momento con sorna. El tiempo pone cada cosa en su lugar y Gonzalo ocupaba el de hombre curtido al que el pasado no puede dañar.
-Fui muy torpe.
Inmensamente torpe… Reconocí la realidad.
-Durante algún tiempo me convencí que el tal Étienne era la causa por la que rompiste nuestro matrimonio, pero continuaste con tu vida sin él. Quise creer que al menos en una cosa no me habías mentido y que planeaste el divorcio antes de conocerme utilizándome como tonto útil.
La razón le asistía.
Si Yuco no me hubiera pedido con sus ojillos negros que le soltara, jamás hubiera tenido la necesidad de sentirme libre como él cuando salió por la puerta de la jaula.
Convertí a Gonzalo en mi carcelero para escapar de su prisión.
-La inmadurez es un rasgo distintivo de mi identidad… Lamento lo que hice, me caes bien –sí, Gonzalo me caía bien, le apreciaba e incluso le tenía afecto. Era el único novio que había tenido y también mi primer marido-. Por lo que sé de mí, no me habría casado con cualquiera. Para relaciones sociales al parecer soy muy selectiva. Si te elegí a ti es porque en el fondo quería que me salvaras de mi misma. Seguramente confié en que lo hicieras, pero tu amor no era suficiente para colmar un corazón tan vacío como el mío.
-Un discurso poético impropio de ti. Algo está cambiando.
-Tu percepción.
En el silencio que se hizo entre ambos, Gonzalo se terminó mi sándwich.
-¿Él es Alex?
Gonzalo desvió la vista hacia el supuesto Roberto, como lo había presentado, que estaba de pie junto a la falsa Marina. Su conversación no era fluida, pero al menos intercambiaban impresiones supuse que sobre los engaños que ambos habían usado para alcanzar sus propósitos. Asentí.
-En la cafetería donde me citaste antes de cambiar el Fabergé por una réplica, sobre la servilleta te entretuviste dibujando círculos y cuadrados con el dedo. Distraída o tal vez fruto de tu subconsciente esas figuras geométricas fueron transformándose en letras. El trazo era limpio. Siguiendo tu dedo se podía leer perfectamente que escribías una y otra vez Alex –hizo una pausa en la que nos sostuvimos la mirada varios segundos. Nos calibramos-. Federico confirmó mis sospechas días más tarde. Ya sabes que le informé de la conversación que mantuvimos aquel día. Algo te rondaba por la cabeza y Federico debía estar alerta.
Nos encaminábamos a ocupar nuestros sitios cuando una repentina curiosidad me asaltó.
-¿Qué hiciste con la alianza de boda?
-Me la tragué con un tinto, la defequé y tiré de la cadena.    Solté una carcajada que fijó todos los ojos sobre mí. Nunca me ha importado ser el centro de atención.




 

2 comentarios:

  1. Ay, ay, que a la granaína también le gustaban los trenes y Federico fue una locomotora, más loco que motora.

    Saludos viajeros

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  2. Amigo Uno:

    Desconozco si Marité, la granaína, sentía predilección por los trenes, lo que le aseguro es que a Lola, la cupletista, le encantaba aquel vagón.

    Saludos sinceros.

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