La cocina de la casa que los padres de Gonzalo
nos regalaron con motivo de nuestro enlace matrimonial, para que iniciáramos en
ella una vida en común que duró un suspiro, era espaciosa, de diseño, con
muebles en wengué y tiradores grises, tendencia en aquellos años, y
electrodomésticos en acero inoxidables.
En el
centro una isla con vitrocerámica incrustada y encimeras negras en
silestone, sobre las que se podía comer, ocupaba parte de la estancia.
Prefería hacer las comidas en el salón y no
donde las haría el servicio de cualquier casa, pero aquel fin de semana, en el
que la tensión masticada dejaba un sabor amargo desagradable, lo que menos me
apetecía después de haber dormido a pierna suelta y levantarme fresca como una
manzana, era cruzarme con mi marido y su cara de pocos amigos, al que las
bolsas bajo los ojos favorecían nada y envejecían considerablemente, decidí
desayunar en la cocina.
Tenía que haberle pedido el teléfono para vernos
en el siguiente viaje que hiciera a París y profundizar en un conocimiento más
exhaustivo. Nuestro encuentro era lo mejor que me había pasado en varios meses
y me supo a poco.
Mis recuerdos se desvanecen. No sé en qué
instante cogí el cuchillo, pero me di cuenta de que estaba escribiendo su
nombre en la mantequilla en la segunda n de su nombre.
Gonzalo entró en la cocina envuelto en un aire
solemne que no hacía justicia a su nobleza. Cerré la terrina apresuradamente.
Se sirvió un vaso de zumo de melocotón de la nevera y con indiferencia, se
marchó. No volví a pensar en la mantequilla hasta que Gonzalo me lo recordó
aquel día.
-Cuando te encerraste en el dormitorio me
preparé unas tostadas. No había dormido nada, estaba cansado y decepcionado. Al
destapar la terrina, vi escrito su nombre en la mantequilla. Al principio pensé
que era uno de los crueles jueguecitos que practicabas para divertirte,
pero pronto sentí el peso de la traición
sobre los hombros. Me destrozaste.
Gonzalo rememoraba aquel momento con sorna. El
tiempo pone cada cosa en su lugar y Gonzalo ocupaba el de hombre curtido al que
el pasado no puede dañar.
-Fui muy torpe.
Inmensamente torpe… Reconocí la realidad.
-Durante algún tiempo me convencí que el tal Étienne
era la causa por la que rompiste nuestro matrimonio, pero continuaste con
tu vida sin él. Quise creer que al menos en una cosa no me habías mentido y que
planeaste el divorcio antes de conocerme utilizándome como tonto útil.
La razón le asistía.
Si Yuco no me hubiera pedido con sus ojillos
negros que le soltara, jamás hubiera tenido la necesidad de sentirme libre como
él cuando salió por la puerta de la jaula.
Convertí a Gonzalo en mi carcelero para escapar
de su prisión.
-La inmadurez es un rasgo distintivo de mi
identidad… Lamento lo que hice, me caes bien –sí, Gonzalo me caía bien, le
apreciaba e incluso le tenía afecto. Era el único novio que había tenido y
también mi primer marido-. Por lo que sé de mí, no me habría casado con
cualquiera. Para relaciones sociales al parecer soy muy selectiva. Si te elegí
a ti es porque en el fondo quería que me salvaras de mi misma. Seguramente
confié en que lo hicieras, pero tu amor no era suficiente para colmar un
corazón tan vacío como el mío.
-Un discurso poético impropio de ti. Algo está
cambiando.
-Tu percepción.
En el silencio que se hizo entre
ambos, Gonzalo se terminó mi sándwich.
-¿Él es Alex?
Gonzalo desvió la vista hacia el supuesto
Roberto, como lo había presentado, que estaba de pie junto a la falsa Marina.
Su conversación no era fluida, pero al menos intercambiaban impresiones supuse
que sobre los engaños que ambos habían usado para alcanzar sus propósitos.
Asentí.
-En la cafetería donde me citaste
antes de cambiar el Fabergé por una
réplica, sobre la servilleta te entretuviste dibujando círculos y cuadrados con
el dedo. Distraída o tal vez fruto de tu subconsciente esas figuras geométricas
fueron transformándose en letras. El trazo era limpio. Siguiendo tu dedo se
podía leer perfectamente que escribías una y otra vez Alex –hizo una pausa en
la que nos sostuvimos la mirada varios segundos. Nos calibramos-. Federico
confirmó mis sospechas días más tarde. Ya sabes que le informé de la
conversación que mantuvimos aquel día. Algo te rondaba por la cabeza y Federico
debía estar alerta.
Nos encaminábamos a ocupar nuestros
sitios cuando una repentina curiosidad me asaltó.
-¿Qué hiciste con la alianza de
boda?
-Me la tragué con un tinto, la defequé
y tiré de la cadena. Solté una
carcajada que fijó todos los ojos sobre mí. Nunca me ha importado ser el centro
de atención.
Ay, ay, que a la granaína también le gustaban los trenes y Federico fue una locomotora, más loco que motora.
ResponderEliminarSaludos viajeros
Amigo Uno:
ResponderEliminarDesconozco si Marité, la granaína, sentía predilección por los trenes, lo que le aseguro es que a Lola, la cupletista, le encantaba aquel vagón.
Saludos sinceros.