sábado, 26 de mayo de 2018

86. Calvario




            El comportamiento de Federico los días previos confirmaron las sospechas de Juanibel: no era la única ocupante de su corazón.
              La mañana que siguió a la noche en que notó el gran seísmo bajo sus pies, Federico se marchó sin desayunar en casa. Era la primera vez en los meses que llevaban casados que Juanibel se enfrentaba a la silla vacía; a la ausencia de un marido perdido entre dos mares. Todo intento de quitarse de la cabeza que estaría con Lola fue tiempo desaprovechado.
             Esperó a que regresara y cuando lo hizo a media mañana canturreando, apretó los labios aguantándose la rabia, al notar la boca fría de él sobre su frente en un casto beso, antes de desaparecer detrás de la puerta del despacho, de la comida.
             La misma escena se repitió un día después.
             -Tenemos mucho trabajo en la oficina.
            Juanbiel asintió con la cabeza y media sonrisa que ocultaban la desazón que la embargaba.
            El tercer día al levantarse de la cama se planteó seguirle, pero imaginárselos  juntos le hizo desterrar tal pensamiento. No estaba preparada. Aún no.
           La cuarta mañana Federico estuvo especialmente atento y cariñoso con ella. Volvió a sentir que ambos formaban parte de un todo; que ella era la única mujer a la que amaba. Se avergonzó de haber interpretado señales inexistentes, producto del temor que le daba que Federico se fijase en otra mujer. Le pertenecía por completo. Se lo  había vuelto a demostrar. La piel no miente.
            Se bañaron juntos enjabonándose el uno al otro con suavidad, dejando  escapar suspiros y dando formas distintas al amor hasta quedar exhaustos.
            Juanibel salió del baño para preparar el desayuno en la cocina. Tenía las mejillas arreboladas y una amplia sonrisa embellecía su tez blanquecina. A los pocos minutos Federico se unió a ella, le rodeó la cintura por la espalda y le besó en la mejilla.
            -Esos huevos tienen una pinta espléndida. Es una pena que no pueda quedarme a desayunar contigo. Se me ha hecho tarde, y tú tienes mucho que ver con ello, querida. Te veo a la hora de comida.
            Le volvió a besar en la mejilla y se marchó sin ver la expresión sombría de Juanibel. Toda la luz que rebosaba se apagó en un instante.
            Apagó el fuego, echó los huevos de la sartén en un plato y como si la pared fuera la cara de su marido, los estrelló contra ella.
            Odiaba que Federico la llamara querida.
 

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