El comportamiento de Federico los días previos
confirmaron las sospechas de Juanibel: no era la única ocupante de su corazón.
La mañana que siguió a la noche en que notó el
gran seísmo bajo sus pies, Federico se marchó sin desayunar en casa. Era la
primera vez en los meses que llevaban casados que Juanibel se enfrentaba a la
silla vacía; a la ausencia de un marido perdido entre dos mares. Todo intento
de quitarse de la cabeza que estaría con Lola fue tiempo desaprovechado.
Esperó a que regresara y cuando lo hizo a media
mañana canturreando, apretó los labios aguantándose la rabia, al notar la boca
fría de él sobre su frente en un casto beso, antes de desaparecer detrás de la
puerta del despacho, de la comida.
La misma escena se repitió un día después.
-Tenemos mucho trabajo en la oficina.
Juanbiel asintió con la cabeza y media sonrisa
que ocultaban la desazón que la embargaba.
El tercer día al levantarse de la cama se
planteó seguirle, pero imaginárselos
juntos le hizo desterrar tal pensamiento. No estaba preparada. Aún no.
La cuarta mañana Federico estuvo especialmente
atento y cariñoso con ella. Volvió a sentir que ambos formaban parte de un
todo; que ella era la única mujer a la que amaba. Se avergonzó de haber
interpretado señales inexistentes, producto del temor que le daba que Federico
se fijase en otra mujer. Le pertenecía por completo. Se lo había vuelto a demostrar. La piel no miente.
Se bañaron juntos enjabonándose el uno al otro
con suavidad, dejando escapar suspiros y
dando formas distintas al amor hasta quedar exhaustos.
Juanibel salió del baño para preparar el
desayuno en la cocina. Tenía las mejillas arreboladas y una amplia sonrisa
embellecía su tez blanquecina. A los pocos minutos Federico se unió a ella, le
rodeó la cintura por la espalda y le besó en la mejilla.
-Esos huevos tienen una pinta espléndida. Es una
pena que no pueda quedarme a desayunar contigo. Se me ha hecho tarde, y tú
tienes mucho que ver con ello, querida.
Te veo a la hora de comida.
Le volvió a besar en la mejilla y se marchó sin
ver la expresión sombría de Juanibel. Toda la luz que rebosaba se apagó en un
instante.
Apagó el fuego, echó los huevos de la sartén en
un plato y como si la pared fuera la cara de su marido, los estrelló contra
ella.
Odiaba que Federico la llamara querida.
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