domingo, 20 de mayo de 2018

85. La granadina Marité



           Lo que desencadenó que Juanibel apareciera delante de la puerta de la habitación 37 del Hotel Continental fue la torpeza encadenada de Federico.
            No reparaba en el estado hipnótico en que se sumía su marido con cada actuación de la cupletista. Todos los hombres de “La granadina Marité” pasaban por el mismo trance que Federico ante la presencia de Lola en el escenario. Aquella mujer de formas extrañas, poco voluminosas y belleza exótica, era diestra en explotar con movimientos insinuantes de su cuerpo la femineidad soterrada que yacía en ella.
            Su voz susurrada erizaba el bello al contacto con los oídos. Acariciaba las palabras con sus labios burdeos y las abandonaba para que otros las atraparan, creyéndose sus destinatarios.
             Hubiera seguido sin darle importancia si la noche en la que el oscuro  objeto de deseo se pavoneó entre las mesas, no hubiera detectado en Federico una luz en su mirada que le puso en alerta. Milésimas de segundos le bastaron para percatarse, afligida, que lo que su marido tenía  en la mente no era lujuria, ni estaba dónde pábulo a sus instintos básicos y bajos, sino que se trata de un sentimiento que crecía sin poderlo detener: “cuando el amor, llega así de esta manera, uno no tiene la culpa”.
            La prueba de que no estaba en un error fue el repentino sofoco que le entró a Federico, perlando el nacimiento del pelo sobre la frente de sudor, experimentado lo mismo que la propia Juanibel en el inicio de su relación, siendo ambos unos críos que apenas dejaban atrás la niñez para entrar de lleno en la pubertad, con las hormonas desatadas.
           Federico se ausentó de mesa para ir al servicio con el nudo de la corbata aflojado.
           Entre tanto Juanibel recordaba las palabras que su madre le había dicho pocos días antes de su boda: “A los hombres les gusta visitar jardines ajenos, pero esto no debe preocuparte hija, porque nunca que quedan demasiado tiempo en ellos.”
           No estaba dispuesta a ser la esposa permisiva que mira hacia otro lado mientras sus maridos surcan otros mares. No tenía la mínima idea de cómo afrontar la situación si se daba, pero de lo que no le cabía duda era de que no iba  a perder a Federico.
           -¿Nos vamos, querida?
           Juanibel se agarró del brazo de su marido de regreso del servicio, atisbando en una de sus mejillas, cerca de la comisura de los labios, una tizna de polvos blancos como los que ella usaba para disimular el insomnio en su rostro.
            Federico había empezado a irse.
            Tendría que actuar rápido.

 

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