Lo que desencadenó que Juanibel apareciera
delante de la puerta de la habitación 37 del Hotel Continental fue la torpeza
encadenada de Federico.
No reparaba en el estado hipnótico en que se
sumía su marido con cada actuación de la cupletista. Todos los hombres de “La granadina Marité” pasaban por el
mismo trance que Federico ante la presencia de Lola en el escenario. Aquella
mujer de formas extrañas, poco voluminosas y belleza exótica, era diestra en
explotar con movimientos insinuantes de su cuerpo la femineidad soterrada que
yacía en ella.
Su voz susurrada erizaba el bello al contacto
con los oídos. Acariciaba las palabras con sus labios burdeos y las abandonaba
para que otros las atraparan, creyéndose sus destinatarios.
Hubiera seguido sin darle importancia si la
noche en la que el oscuro objeto de
deseo se pavoneó entre las mesas, no hubiera detectado en Federico una luz en
su mirada que le puso en alerta. Milésimas de segundos le bastaron para
percatarse, afligida, que lo que su marido tenía en la mente no era lujuria, ni estaba dónde
pábulo a sus instintos básicos y bajos, sino que se trata de un sentimiento que
crecía sin poderlo detener: “cuando el
amor, llega así de esta manera, uno no tiene la culpa”.
La prueba de que no estaba en un error fue el
repentino sofoco que le entró a Federico, perlando el nacimiento del pelo sobre
la frente de sudor, experimentado lo mismo que la propia Juanibel en el inicio
de su relación, siendo ambos unos críos que apenas dejaban atrás la niñez para
entrar de lleno en la pubertad, con las hormonas desatadas.
Federico se ausentó de mesa para ir al servicio
con el nudo de la corbata aflojado.
Entre tanto Juanibel recordaba las palabras que
su madre le había dicho pocos días antes de su boda: “A los hombres les gusta visitar jardines ajenos, pero esto no debe
preocuparte hija, porque nunca que quedan demasiado tiempo en ellos.”
No estaba dispuesta a ser la esposa permisiva
que mira hacia otro lado mientras sus maridos surcan otros mares. No tenía la
mínima idea de cómo afrontar la situación si se daba, pero de lo que no le
cabía duda era de que no iba a perder a
Federico.
-¿Nos vamos, querida?
Juanibel se agarró del brazo de su marido de regreso
del servicio, atisbando en una de sus mejillas, cerca de la comisura de los
labios, una tizna de polvos blancos como los que ella usaba para disimular el
insomnio en su rostro.
Federico había empezado a irse.
Tendría que actuar rápido.
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