En
el supuesto de que me hubiera casado con un hombre al que amara (con Gonzalo lo
hice por un capricho absurdo, y con Federico por interés, aunque en los últimos
meses mis sentimientos hacia ambos han virado. Por el primero siento cariño, al
segundo me une un afecto tierno), como
Étienne, que de amante furtivo en la Aldea
de la Reina de Versalles, le concedí licencia para merodear por mi corazón
blindando (y me lo destrozó), descubrir a mi marido en albornoz, recién salido
de la ducha en la habitación de un hotel con la sospecha de que no está solo,
como poco, me hubiera llevado a los demonios, y poseída por la rabia, me
hubiera abalanzado sobre él para intentar arrancarle los ojos pese a que
después me hubiera tenido que limpiar la viscosidad de las manos. Soy pasional.
Juanibel mantuvo la calma, mortificándole la
decepción posó sus ojos de lánguidas pestañas en Federico, que se ajustó el
albornoz para esconder sus vergüenzas y con la habitual calidez y dulzura que
la caracterizaban preguntó con voz firme:
-¿Puedo entrar?
La nuez de Federico aumentó su volumen al tragar
saliva, cediéndole el paso a la esposa traicionada.
En los zapatos de mi marido le hubiera pedido a
Juanibel que esperara en el bar del hotel a que bajase a reunirme con ella con
una indumentaria más adecuada para los asuntos espinosos que debían tratar,
pero Federico dio muestras de su honestidad una vez más.
-¿Es lo que parece?
Federico apesadumbrado por el olor que le estaba
causando a su esposa, asintió con la cabeza. Juanibel se había sentado a los
pies de la cama de sábanas revueltas. Federico frente a ella en una silla
tapizada con la misma tela crema que las cortinas.
-Esto es lo que ni tu ni yo podemos
evitar cuando la pasión nos hace sus presas y caemos en la tentación de
nuestros cuerpos. No existen explicaciones posibles. El deseo anula la razón.
No somos nosotros, es el amor rezumando por los poros. Tú y yo sabemos lo que
es.
Juanibel, con aire de resignada
aceptación desvió la vista hacia la puerta del baño, de donde procedía el
sonido de un gripo abierto. Se le habían humedecido los ojos, pero no derramó
una sola lágrima.
-Pídele que salga, por favor.
El padre de mis cuatro hijastros
obedeció.
-Un segundo, amor –la voz del abuelo
sonó cantarina.
Amor, amor, amor… “Tu y yo sabemos lo que es”.
Juanibel lo conocía bien.
Entrañable historia en tiempos difíciles.
ResponderEliminarGracias por compartirla con todos.
Un beso.