Metí en una maleta las pocas pertenencias que conservaba. El resto lo había repartido entre el servicio para ganarme su confianza durante mi amnesia y tenerlos de mi parte en caso de que debiera recurrir a su conmiseración.
Apenas dormí unas horas.
Fragmentos de la tarde anterior se reproducían automáticamente en mi cabeza: el tórrido trío de Federico; la apocalíptica vomitando; mis hijastros ruborizados; el servicio, excepto André, anonadados; Alex defecado; Regina alucinando y Gonzalo impacientado. No había previsto un final tan poco convencional, pero nada de lo que había ocurrido en la sala del te lo había sido. En cuanto llegué a mi dormitorio me deshice en carcajadas.
El desvelo me sirvió para tomar decisiones.
Antes de empezar de cero, debía cerrar todas las puertas que me condujeran al pasado del que me quería alejar. No dejaría cabos sueltos.
Encontré a mí marido en su dormitorio sentado en una butaca al lado de la ventana y frente al Fabergé que tantos quebraderos de cabeza me había ocasionado.
-Te marchas.
No éramos un matrimonio al uso, pero teníamos un código para entendernos sin pronunciar palabras.
-Es lo más sensato que puedo hacer por los dos. Firmaré los papeles del divorcio y renunciaré a cualquier pensión compensatoria que me corresponda.
-Piensa en el bebé –“el diablo sabe más por viejo que por diablo” y Federico era un rato largo viejo, diablillo había sido en otros tiempos-. A Juanibel le brillaba la mirada como a ti ahora cuando espera a nuestros hijos -hizo una pausa. Sus hijos mayores habían nacido en Tánger… ¿Cabría la posibilidad de que alguno de ellos fuera mis mi tío?-. Le daré mis apellidos y recibirá la misma herencia que el resto de mis hijos.
Una tentadora propuesta que no acepté. Lo único bueno que había en mí no podía mancillarse si sacaba a relucir la avaricia que me había perdido.
Negué con la cabeza.
-Ya has hecho bastante. Es momento de que me haga cargo de mis asuntos -el embarazo me ponía sensible. Unas lágrimas asomaron a las niñas de mis ojos. Sentía una profunda tristeza al despedirme de Federico al que probablemente no vería más-. Este es el final de nuestra historia.
-Es el principio de otras.
Al abrazarle noté como temblaba. Mi marcha también suponía despedirse del abuelo, el gran amor de su vida.
Deposité un largo y cálido beso sobre su mejilla rugosa que ambos recordaríamos en el futuro con añoranza.
A punto de salir por la puerta del dormitorio volví a oír su voz.
-¿El padre de tu dijo es mi nieto?
Me giré y negué la mayor.
La jineta no sería abuela.
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