sábado, 5 de enero de 2019

93. Renacer




Federico me escribió una carta pocos días después de alcanzar el centenario que comenzaba con una pregunta: “Querida ¿crees los milagros?”
            Tenía interés que conociera un hecho extraordinario que había acontecido en su cien cumpleaños. Ese día André le entregó un paquete sin remitente en el desayuno.  Lo desenvolvió con la idea de que se trataba de un obsequio de uno de sus hijos, con los que comería unas horas más tarde, pero ninguno de ellos se había mostrado detallista en extremo fechas anteriores y mucho menos madrugadores en expresarle su afecto.
            Una cajita de madera de pino tallada con motivos mozárabes, le trajo por nos segundos el aroma del mar de Tánger mezclado con el del café del Continental. Al abrirla, en un sobre del tamaño de una tarjeta de visita, encontró una nota manuscrita con caligrafía familiar: “Siempre te perteneció aunque lo tomara prestado. Gracias por tanto, amor.”
            Retiró el papel  manila que cubría el interior de la cajita y con dedos temblorosos, gobernado por la emoción, cogió el vagón que más de ochenta años atrás le había entregado a Dado.
           “Querida, siento la vitalidad de un niño atrapado en un cuerpo viejo.  La energía y fuerza me empujan a hacer cosas para las que no tengo edad. Quiero sentir la vida cada instante… He trasladado el Fabergé a la sala del te y ahora el vagón ocupa su lugar dentro de la urna”.
            Mi respuesta a su larga carta fue breve: “Querido, sí creo en los milagros. Has asistido a uno.”
            Desde entonces nos carteamos a espaldas de sus hijos, que creen que se han librado de mí para los restos, con la inestimable ayuda de André, al que le confiaría hasta el último de mis secretos.
            En una carta reciente me contó que había organizado  una barbacoa en el jardín para sus amigos tutakamones, que por increíble que parezca, son tan longevos como él, y como una llamarada saltó de la parrilla a su cabeza desatando el terror entre las viejas glorias al ver el pelo incendiado. Gracias a la rápida reacción de uno de los veteranos que le cubrió la cabeza con un paño de cocina previamente rociado de limonada y se la golpeó hasta sofocar las llamas, no hubo que lamentar una tragedia.
            “El resultado del infortunio es una calva en el lado derecho de la cabeza encima de la sien. Chamuscarse es asunto de familia, ¿no decías que mi hija olía chamusquina? Tendrías que verme…”.
            El vagón no solo le había devuelto el gusto por la vida, también el sentido del humor ausente en los años dedicados a sus negocios… Y yo era el artífice.

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