Federico me escribió una carta pocos días
después de alcanzar el centenario que comenzaba con una pregunta: “Querida
¿crees los milagros?”
Tenía interés que conociera un hecho
extraordinario que había acontecido en su cien cumpleaños. Ese día André le entregó un paquete sin
remitente en el desayuno. Lo desenvolvió
con la idea de que se trataba de un obsequio de uno de sus hijos, con los que
comería unas horas más tarde, pero ninguno de ellos se había mostrado
detallista en extremo fechas anteriores y mucho menos madrugadores en
expresarle su afecto.
Una cajita de madera de pino tallada con motivos
mozárabes, le trajo por nos segundos el aroma del mar de Tánger mezclado con el
del café del Continental. Al abrirla, en un sobre del tamaño de una tarjeta de
visita, encontró una nota manuscrita con caligrafía familiar: “Siempre te perteneció aunque lo tomara prestado. Gracias por tanto, amor.”
Retiró el papel
manila que cubría el interior de la cajita y con dedos temblorosos,
gobernado por la emoción, cogió el vagón que más de ochenta años atrás le había
entregado a Dado.
“Querida, siento la vitalidad de un niño
atrapado en un cuerpo viejo. La energía
y fuerza me empujan a hacer cosas para las que no tengo edad. Quiero sentir la
vida cada instante… He trasladado el Fabergé
a la sala del te y ahora el vagón ocupa su lugar dentro de la urna”.
Mi respuesta a su larga carta fue breve:
“Querido, sí creo en los milagros. Has asistido a uno.”
Desde entonces nos carteamos a
espaldas de sus hijos, que creen que se han librado de mí para los restos, con
la inestimable ayuda de André, al que
le confiaría hasta el último de mis secretos.
En una carta reciente me contó que había organizado una
barbacoa en el jardín para sus amigos
tutakamones, que por increíble que parezca, son tan longevos como él, y
como una llamarada saltó de la parrilla a su cabeza desatando el terror entre
las viejas glorias al ver el pelo incendiado. Gracias a la rápida reacción de
uno de los veteranos que le cubrió la cabeza con un paño de cocina previamente
rociado de limonada y se la golpeó hasta sofocar las llamas, no hubo que
lamentar una tragedia.
“El resultado del infortunio es una calva en el lado derecho de la
cabeza encima de la sien. Chamuscarse es asunto de familia, ¿no decías que mi
hija olía chamusquina? Tendrías que verme…”.
El vagón no solo le había devuelto el gusto por la vida, también
el sentido del humor ausente en los años dedicados a sus negocios… Y yo era el
artífice.
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