domingo, 24 de febrero de 2019

95. Resarcimiento

                                     


             Gonzalo vino a verme en una ocasión.
             No me preguntó cómo estaba, mi aspecto desmejorado evidenciaba que no me parecía ni por asomo a la locuela con la que se casó y de la que se enamoró hasta el tuétano. Se abstuvo de ser cortés, lo que me extrañó teniendo en cuenta que en nuestro último encuentro, en aquella larga tarde en la salita del te, había notado cierta complicidad entre ambos e incluso llegué a pensar que me había ganado su perdón.
              Su expresión gélida no presagiaba que guardara ese día como agradable en la memoria.
              Sentado al otro lado de la mesa, mirándome a los ojos con firmeza me lo soltó sin miramientos, haciéndose acopio de la valentía que le faltó durante años para enfrentarse a mí.
             -No te quiero.
            No lo esperaba, mucho menos en las circunstancias en que me encontraba. Lo que Gonzalo sintiera por mí debería haberme importado tan poco como él, pero en el fondo menos profundo de mí ser, que al cabo del tiempo bebiera los vientos por servidora a pesar de los pesares, me concedía cierto poder narcótico sobre su voluntad, que me gustaba. Tan inesperado resultó que hubiera dejado de quererme como que hubiera planeado, como sospeché por las formas, trasmitírmelo en pleno hundimiento personal.
              La nobleza ausente de Gonzalo había abierto camino al calculador vengador que había sido lo bastante paciente para asestarme el golpe final. Me conocía mejor de lo que imaginaba. Con su manifestación dañaba mi amor propio, profundamente.
              -Eres retorcido.
              -Observarte me vale el calificativo. Estamos en paz.
               Eso creía él. La partida aún no había terminado.
             Gonzalo se levantó para dirigirse a la puerta desde donde su boca adoptó una concavidad y percibí un destello triunfal en su sonrisa.
             No perdí dos segundos en plantarme delante suyo y con toda la rabia que estaba sintiendo, le besé con desesperación, ganas y deseo. Desde que nos vimos en la cafetería donde le cité unas quince estaciones atrás, me apetecía un acercamiento. Su falta de querencia era el pretexto perfecto para descontrolarme. Quería probar al hombre en que se había convertido el anodino adolescente que fue mi marido.
            -Ahora estamos en paz –sentencié.
            -Lo tenía previsto.
            Golpeé la puerta cuando se cerró tras de sí.
            Desteto que me dejen con la palabra en la boca.

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