sábado, 16 de marzo de 2019

97. Mi hija




 
Aldonza Constanza Guiomar Van Heley de Haut nació en primavera. Tiene los ojos almendrados del padre y el color esmeralda de los de la madre. Es la criatura más hermosa que podría haber alumbrado.
             Pronto cumplirá cinco años.
            Mis padres se ocupan de su educación mientras estoy fuera. Tienen la oportunidad de redimirse de los errores que cometieron conmigo a través de su nieta.  Les pedí que no suplieran mi ausencia –ni la de un padre al que jamás he mencionado- concediéndole caprichos y dándole todo lo que yo tuve por ser hija única; que no hicieran de ella una versión actualizada de mí y que le enseñaran a valerse por sí misma para alcanzar sus objetivos.
            "Todo esfuerzo tiene su recompensa”.
             Esta es la frase que le bordé en cursiva mientras esperaba su llegada, llena de temores y expectación por conocerla, y que cuelga en su dormitorio enmarcada. Durante el embarazo aprendí a bordar, a hacer crochet, punto y a coser, solo para que mi hija estuviera rodeada por todo el amor que puse en cada sábana que bordé, en cada mantita que tejí, en cada chaquetita que la abrigarían como si fueran mis brazos ausentes.
            Algún día le contaré porque pasé tanto tempo fuera de casa en sus primeros años de vida. Sabrá que cuando no se actúa correctamente, el precio a pagar es muy alto. El mío fue la libertad.
             No le ocultaré como era, pese a que me avergüence recordar la frialdad de algunas conductas y conserve ramalazos necesarios para la supervivencia. De repente no tengo espíritu de santurrona, pero diferencio lo que está muy mal de pequeñas maldades que resarcen al alma.
            Los Van Heley de Haut se sorprendieron al comunicarles que iban a ser abuelos. Lo hice en su casa, después de la comida mientras nos tomábamos, ellos un café y yo una manzanilla para mitigar los efectos de la acidez de estómago. Inmediatamente a su mente acudió una duda que resolví sin demora.
             -Es mi hija y es vuestra nieta.
            Nunca me han preguntado por su origen aunque sospechan que es fruto de la cordura y no de la locura.
           Desde que confirmé su existencia en el baño de mi dormitorio de la mansión, supe dos cosas: que sería una niña y que nunca tendríamos mascotas en casa.
 

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