Nos quedamos estupefactos.
Los veinte primeros segundos no se oyó el aleteo
de una mosca, ni una sola respiración y si el techo se hubiera derrumbado sobre
nuestras cabezas, habríamos permanecido con la vista puesta en Federico.
El silencio sepulcral fue alterado por el
balbuceo ininteligible de la llanera,
a la que el labio inferior le temblaba descontroladamente.
La sala se llenó de sonidos mezclados entre sí.
El servicio emitió onomatopeyas “guau”, “oink” y
en interjecciones “ah”, “oh”, repetidamente, excepto André, que impertérrito a lo que acabábamos de oír, le sirvió una
taza de tila a la solitaria, en
estado de shock transitorio.
Mis hijastros varones murmuraban incrédulos: “no
puede ser, no puede ser”, “está desvariando, hay que hacer algo”, “por todos
los santos, que monstruosidad”.
Alex, loco por marcharse de allí, inseguro en
terreno desconocido, estalló en una serie de carcajadas sonoras y encadenadas,
preso de una reacción nerviosa: “están zumbados”.
A Regina se le abrió tanto la boca
que faltó poco para que se le desencajase.
Gonzalo se levantó del tresillo, se encaminó
hacia la mesa de las bebidas y se sirvió un whisky, el tercero, buscando con la
mirada mi aprobación. De buena gana le hubiera acompañado en la ingesta de
alcohol, pero me quedé al lado de Federico, al que Brígida le tomaba la tensión
por segunda vez aquella tarde, que había virado en noche, para mostrarle mi
comprensión y apoyo. Lo que nos había contado me afectaba de alguna manera y le
preocupaba cómo podría reaccionar. De niños mitificamos a los abuelos y temía
que su confesión provocara que Dado,
dejara de presidir en mis recuerdos de infancia, el lugar que se merecía. Me
agaché a su vera y deposité un cálido beso sobre su mano. Asintió aliviado con
la cabeza.
Jamás juzgaré a personas que se dejaran llevar
por sus sentimientos. El amor no entiende de géneros.
Comprendí el silencio de mi madre respecto del
abuelo y su cambio brusco de actitud cuando pretendía ahondar en su biografía.
Ignoraba cuanto sabía ella de su padre, pero intuía que ocultaba cosas de su
vida que tal vez la avergonzaban, desaprobaba o ambas cosas a la vez o quizás
no había sabido encajar.
El abuelo era sorprendente. Un hombre al que me
hubiera gustado conocer más y que mi egocentrismo lo alejó de mí. Le perdí
cuando tenía dieciséis años en Haití. Había viajado allí en busca de
inspiración para sus lienzos. El huracán Jeanne
le arrastró mar adentro y nunca nos devolvió su cuerpo. A veces pienso que se
salvó y vive en una bonita isla caribeña. Que se reinventó una vez más a sí
mismo y que es feliz.
Recuerdo a los dos amigos en la sobremesa de una
comida familiar charlando animadamente. Ni por asomo se me hubiera pasado por
la mente que la admiración y respecto que se mostraban constantemente, iba más
allá de una vieja amistad.
Les unían lazos más poderosos.
Pues si que fue a parar lejos Dado. Suerte que paró en tierra firma y no fue pegando botes hasta caer al agua.
ResponderEliminarDe momento Federico, o Fede rico para ti, y Dado está bastante alejados. A ver cómo se las arreglarán por separado.
Saludos distanciados
Amigo Uno:
ResponderEliminarSoy el resultado de una parte de la vida del abuelo y el pasado de Federico. No les fue mal en la distancia.
Saludos sinceros.