“Los tres hombres de la compañía bajaban las
maletas de la camioneta dejándolas al lado de la puerta del hostal donde las
mujeres esperaban, ajustándose los abrigos al cuerpo. Las primeras horas de
la mañana eran frías y hasta que el sol
no brillaba con el esplendor de una bola de fuego, la sensación térmica era muy
baja.
-Eh, chico –me giré al reconocer la voz del
hombre gordo-. ¿Nos echas una mano con el baúl? Este tiene brazos de
mantequilla y le necesito entero para la función de la noche –dijo mirando con
sorna al hombre trajeado que le correspondió con una mirada desdeñosa.
-Claro.
Al dejar la cesta que contenían los quesos en el
suelo, la mujer joven me brindó unas palabras con deje altanero y dulce.
-Pierde cuidado, velaré por ellos.
Nuestros ojos se encontraron por primera vez a
menos de un metro de distancia. La chica tenía pocos años más que yo. De fina
estampa, piel clara, los ojos marrones y el pelo negro recogido en un moño
bajo, su belleza no igualaba a la de ninguna otra mujer que hubiera visto
antes, ni siquiera a la de las señoras que vivían en Madrid y llevaban a sus
hijos al colegio de la Orden de los misericordiosos que dirigía el padre Simón.
Un mechón ondulado le caía por la frente
hasta detrás de la oreja. Era preciosa.
-Gracias señorita.
Me sonrió consiguiendo que me ardieran las
mejillas.
Entre los tres bajamos el baúl de la
camioneta, siguiendo las instrucciones
del trajeado, que se tomaba muy en serio el papel logístico que se había
otorgado a sí mismo. Lo dejamos en el vestíbulo del hostal. Como por aquella
puerta no entraba nadie, no estorbaría ni molestaría a nadie.
-Gracias muchacho –el hombre corpulento se
limpió el sudor que le caía por la frente con la manga de la camisa y luego me
la estrechó-. Mi nombre es Mariano y dirijo la
Pequeña compañía. Éste es Celso –señaló al copiloto –y el señorito
mantequilla es Víctor.
Les estreché a ambos hombres la mano. Víctor,
pese a su porte de galán, tenía un aire fino que no lo distinguía demasiado de
una mujer educada con los mejores perceptores.
Fuera del hostal las dos mujeres aguardaban
nuestro regreso.
Mariano fue el primero en salir a su encuentro.
-Y aquí tenemos a mis dos piedras preciosas, mi
mujer Eugenia y mi sobrina Marité.
Nunca antes me habían presentado formalmente a
dos damas, por lo que no sabía cómo debía comportarme. Nervioso y torpe les
besé la mano, gesto al que no estaban acostumbradas, supe algún tiempo después,
y que les halagó sobremanera. Los hombres las trataban con la prepotencia de
creerse con derechos sobre ellas, por dedicarse al mundo del espectáculo.
-Estás invitado a la función de esta noche que
vamos hacer aquí mismo –repasó la plaza con la mirada.- A las ocho –miró la cesta
de mimbre –. Corre la voz entre los vecinos de que esta noche será inolvidable.
Y lo fue.
Vivimos en una sociedad encorseta que presume de progre pero que es tan clásica como la Antigua Grecia.
ResponderEliminarLa tolerancia que usamos para los demás, no la aplicamos cuando se trata de la nuestra sangre. Que crueles somos.
Admirable Federico, admirable tu abuelo.
Un abrazo, amiga.
Amiga, querida, lo nuestro escuece, lo ajeno se batalla. Denominémoslo hipocresía, o cinismo.
ResponderEliminarAdmiro a esos dos hombres.
Un abrazo cálido.